lunes, 16 de julio de 2012

Azul anaranjado

El sueño no consiguió liberarlo de la culpa. Eran las cinco de la madrugada pero apenas el tiempo transcurría para él, era como si dentro de la habitación algo hubiera sido negado irremediablemente; su sangre atrapada en una red misteriosa y terrible persistía perdida, salvaje, en un reino de puro sonido, donde vibración y ruido se confundían. Todo su cuerpo retumbaba en un equilibrio siniestro donde la bulla de la calle, los vehículos y el zumbido de su estómago se imprimían en las paredes violetas de su habitación. Miraba el techo, tratando de encontrar una señal, una marca incolora capaz de brindarle el olvido: era inútil, todo el cuarto conservaba una macabra armonía, el punto inflexible entre lo ausente y lo que no existe. Miró hacia la ventana, en busca de una luz, un resplandor cualquiera, algo que le permitiera concentrarse, fijar las imágenes que bailaban sobre él y culminar, por fin, de manera desesperada, en el sueño. Cuatro horas habían pasado desde que ingenuamente se recostó buscando el silencio. La ventana continuaba brillante, pidiendo auxilio a gritos, mordiendo las molduras, aniquilando la madera de sus bordes. Todavía adolorido, se levantó como pudo e, impertinente, se acercó hacia la trémula oscuridad de la ventana. Levó la persiana, se apoyó como pudo sobre el alfeizar, incapaz de imprimir algún tipo de energía a su acción, y buscó detrás de la neblina que ingresaba ásperamente a su habitación y a sus fosas nasales aquello que sabía --no cabía la menor duda-- había perdido hace un par de horas. No se sorprendió. Ni siquiera se inmutó al comprobar que dieciséis pisos más abajo todavía yacía el cuerpo tendido, en la misma posición que lo recordaba. No había hecho nada, todo permanecía en el mismo orden inmarcesible de las cinco de la mañana; su intento de sueño no había vencido a la angustia ni al remordimiento de saberse realmente aniquilado. La oscuridad se deteriora, cae la noche como si fuera la coraza de un castillo de metal, y nada se opone a la incuestionable claridad de la mañana. Solo que el cuerpo permanece ubicado, reducido a su espacio, a su extensión inadmisible. A más luz, mayor es la conciencia del parecido. Mientras la luz asciende, contempla los rasgos turbios del cuerpo, que desde esta altura adquiere dimensiones desconocidas y vagas. Puede ser cualquier otro. Una negación de sí mismo. Alguien que pasa por allí. Un cuerpo que se mantiene ahí como si esa fuera su razón de ser. Levantarse en la mañana para contemplar con la misma seguridad de siempre las doscientas setenta y cinco libras del compañero del primer piso. Basta. Esto no es real. La realidad se encuentra en otra parte. No en esa montaña de carne pestilente y nociva que se dispone en toda su extensión sobre la acera del frente. Todo es claridad. Todo es certeza. La ventana que se cierra sobre su torso como la cuerda al cuello del ahorcado. Casi comprende. La luz se apodera de su mente, recorre las fibras más delicadas de su cerebro y se desprende y se une y ya todo es cierto. El cuerpo se levanta como si desde arriba, desde el décimo sexto piso, otro cuerpo preguntara y otro cuerpo respondiera y así todo va bien. Y no es necesario mirarse, ni preguntarse, ni pensar, ni decir, ni nada. Alguien sube por la escalera, sube acelerando el paso, buscando la certidumbre de la misma respuesta que revoca y toca y evoca todas las mañanas a las cinco de la mañana con la luz del sol impresa en las postales y los muros como una escenografía decolorada pero cierta e incuestionable. Y ya sabes: es abajo donde debes de estar; y qué queda: solo aventarse, volar por una milésima de segundo, ser un ave, no un roedor, un ave, una hoja que se sostiene en el viento por un instante, real y frágil; y ojalá no duela tanto como la primera vez. Y ojalá los dientes y las manos y los huesos y cada músculo, el corazón, el cerebro y el páncreas (órgano de sutil factura) conserven su lugar y no dudarlo: es la vida. La puerta que se abre y la habitación que se oscurece con la luz (y no es metáfora ni misterio) y alguien que adolorido y amarillo se avienta despierto, terriblemente diurno, en la cama para, durante veinticuatro  horas, soñar que sueña, fingir que duerme, hasta que su corazón (originalmente un músculo ridículo) señale la ventana, la claridad, la luz y la mañana.