domingo, 14 de octubre de 2012

Poco antes del invierno

—¿Y quién se acuerda de nosotros? —dijo, Nicole, mientras sus cabellos caían como la lluvia desatada fuera de la cabaña. Súbitamente un relámpago y la noche se estrellaron contra el vidrio opaco de la ventana. Jean Paul se estremeció; la noche crecía dentro él. La luz de los relámpagos solo le revelaba el rostro furibundo de su esposa. El verdadero poder de la tormenta azotaba su cabeza contra los endebles muros de la cabaña. La tormenta podía fulminarlos como si fueran hormigas. Habían pasado más de doce horas, desde que salieron muy temprano en busca de su automóvil, y ellos, encogidos, hacían lo posible por mantenerse calientes. La cabaña era un conjunto de retazos de maderas maltrechas, apenas unidas por una capa de pegamento y unas cuantos clavos. Cuando la hallaron, hacía rato que habían perdido la esperanza. Y ella caminaba deprisa, adelantando el paso, buscando dónde dormir cubierta, y no debajo de ese cielo oscuro, y acaso desconocido. 

¿Quién la habrá ocupado? —pensó, con el estómago dándole vueltas y la sensación de hundirse en un espeso olor a pescado. Era casi de noche, Jean Paul sostenía la mano derecha de Nicole y hacía lo imposible por no recodar, por evitar los ojos turbios e incriminadores de su esposa. Cuando encontró el coche deshecho, sin el motor ni las ruedas, se dio cuenta de que todo el viaje había sido en vano. El chasis desmantelado e inútil, la persecución y la noche y los cristales azotados, que parecían a punto de estallar. 

El trayecto los había dejado agotados. Es inútil cualquier tipo de búsqueda, le habían dicho en casa. Se negó a darse por vencido. Es imposible cruzar el río: si alguien se ha robado el coche, no podrá ir más lejos, tarde o temprano, tendrá que abandonar el vehículo; aun cuando intente desarmarlo, le tomará mucho tiempo. ¿Un solo hombre cargando las piezas de un automóvil?, tendrá que escoger y escogerá escapar cuanto antes. Sólo es cuestión de tiempo, caminar y encontrar algo, siquiera la hojalata, la carrocería, siquiera para ver una parte de aquella bella máquina que, en algún momento de la vida, materializó todos sus sueños. Lo único que hacía falta era un poco de persistencia y mucho coraje, mucho empuje como decía papá. No me daré por vencido, pensó orgulloso de sí mismo, sorprendido ante el ardor de su frente y sus mejillas. Nicole no lo aplaudió, se contentó con mirarlo de pies a cabeza, incrédula y negativa. Buscaba su mirada, se prendía de sus ojos, mírame le decía con su pensamiento, mírame, y una aguja se depositaba en su cerebro y le hacía rechinar las costillas, pero su esposa permanecía inmutable ajena a él y a su valentía. Cuando parecía que todo había acabado, Nicole le dijo:

—Tengo que volver antes de que empiece mi novela.¡Será esto posible! !Habrá infamia mayor que esta, señor mío!

Los ojos de Nicole viajaban a una dimensión a donde él no pertenecía. Encerrada en un conjuro iniciado por los terribles relámpagos que deshacían la noche. No entendía, eso era todo. No era capaz de percibir la altura de sus actos. Era una pena, sin duda. Apenas amainaran los ruidos y la lluvia se desvaneciera, emprendería su persecución. Sí, porque de eso se trataba: él perseguía, iba a recuperar algo que le pertenecía, y realizaba un acto justo. No eran palabras mayores, no. La justicia estaba de su parte. Aunque, de otro lado, se imponía en el palpitar de las ideas que circulaban su mente la nítida percepción de que estaba cometiendo un error: h
abía sido una locura salir en busca del vehículo. 

La larga caminata había enturbiado cada una de las palabras que se dirigían,  a cada mínimo contacto se iban aproximando al territorio de lo insoportable. El sol caía sobre ellos y el arrepentimiento no era suficiente; Jean Paul yacía sobre el piso cubierto con su casaca e, incapaz de brindar amor a nadie, forzaba su garganta, buscando el chillido, el aullido, el maullido, el llanto. Todo sonido es válido si es capaz de prolongarse en el aire y confundirla, pensó.   

—Acá la nieve no existe. No cae nieve ni nada. Acá sólo el agua, a las justas el agua. —Se tocó el hombro como si buscara una herida o una marca desconocida para sí mismo, como si de repente su piel se rajara y un ojo revelado surgiera de improviso, aterrador y frío, real y cubierto de espuma. 


Cuando empezó a nevar, ninguno de los dos pudo creerlo. Ella porque la nieve poseía un blanco distinto, un color que arañaba sus ojos y lo cubría todo. Era más de lo que podía soportar. Él porque se daba cuenta de que continuar la búsqueda era prácticamente un suicidio. La nieve. La nieve depositada y extendida por todo el camino.

—¿Hasta cuándo nos quedaremos aquí? —dijo Nicole. En medio de la oscuridad su voz era lo único que habitaba realmente la cabaña; ella permanecía desvanecida, intermitente con cada chispazo de luz que ingresaba por la ventana. La nieve fue cubriéndolo todo. Y la claridad de la mañana vino a poseer todo el paisaje. En ese momento los ojos de su mujer eran el punto donde se tocan el cielo y la luz. El blanco de la nieve iluminaba su rostro. Era un espectro luminoso, un rostro difuso cuyos márgenes aparecían borroneados ante cada nuevo resplandor. Cuando la luz fue asentándose en la habitación lo descubrieron. Totalmente extraño a los dos, un hombre dormía a su costado. El tipo estaba cubierto con una manta azul y, apretándose sobre sí mismo, intentaba superar el frío por medio del sueño. Nicole buscó los ojos de su esposo. No tuvo que buscar mucho: él había hecho lo mismo. Ambos quedaron consternados. Cómo, quién, en qué momento. Desde cuándo. El hombre se mantenía quieto, pero todavía respiraba. Tal vez estuvo con ellos desde que entraron. Tal vez era su cabaña y ellos eran los huéspedes, los extraños. Nicole, temblando, colocó su mano sobre el cuerpo correcto del hombre. Ni bien lo tocó, fue como si hubiera dado una orden: el tipo se incorporó de inmediato, la miró a los ojos y, casi como maldiciéndola, dijo. 

sábado, 6 de octubre de 2012

Entre los dos

El agua del lago es turbia y roja (parece que un millón de hormigas se desplazara sobre su superficie; no lo menciono para no incomodar a Raquel, últimamente le duele la cabeza y no quisiera, por dios que no quisiera, causarle alguna molestia). Han pasado dos horas desde que vimos el indefenso cuerpo, sostenido como por hilos, sobre el lago, acaso viajando sobre el viento, detenido en medio del aire, incapaz de voluntad, guiado por una sustancia que lo incorporaba y, al mismo tiempo, era incapaz de asimilarlo por completo. Era un cuerpo. Un varón o lo que era uno. No alcanzamos a reconocerlo. Su espalda ancha y la ropa de un verde musgo no ayudaban a distinguirlo de la evasiva forma del lago. Un cuerpo que flota no es un abismo entre dos seres humanos: miro a Raquel y la verdad no entiendo porqué su mirada sigue fascinada el rigor mortis de "eso" que está tendido sobre el pasto humeante de la garúa. Aquello que en apariencia era un hombre se comporta ahora como una materia deleznable que rechazo, y odio porque vocifera una advertencia. No fue idea mía arrastrarlo hasta la orilla, ni tampoco traerlo acá a campo abierto. Tuve que ayudar a Raquel, sola no hubiera podido desplazar esta carne inerte. La humedad del cuerpo ha dejado un trazo que señala un rumbo, el que perseguimos Raquel y yo. Ella, postrada sobre el pasto, frota el cuerpo con vehemencia, se recuesta a su lado para descubrir la opaca madeja de la vida. 

No despertará. Hagas lo que hagas no despertará, Raquel. 

Pero mis palabras se disuelvan y no logran comunicar. Soy ajeno al milagro. Soy solo un espectador estupefacto ante el movimiento de lo que no debería transformarse. Ante el leve palpitar de esa piel pérdida en la nada, reniego de mi voluntad de satisfacer a Raquel. Arrastró el cuerpo como puedo, lo alejo de ella, de su amoroso abrazo. Ella coloca sus ojos en mis ojos: sé que quiere destruirme. Pero sabe que no voy a desistir. Arrastro. Un nuevo recorrido se extiende: regreso al lago lo que pertenece al lago. El polvo debe desaparecer en la nada.       

viernes, 28 de septiembre de 2012

Todo arde.

Todo tiene que arder. El fuego es la única esperanza. Si no siento que algo agazapado en el tiempo surge voraz y repentino y lo aniquila todo, me desespero. Es la misma desesperación que siento al amar, la misma urgencia que me detiene y me anticipa y no es suficiente sufrir el ruido del reloj, una hoja muerta ha despegado hacia las estrellas. Me apreto a tu cuerpo, no hay otra resolución: escondí un cadáver debajo de la mecedora; oculté, sin que nadie me viera, un medallón en su interior, de la mecedora y entre sus dientes; contemplo, cuando la noche se avecina, desengañado, la rara arquitectura de su boca, el oro explota, rubia variación del tiempo y el aire miente nuevamente. Agazapado. Nací envenenado le dije a mi madre. Nací lleno de cicuta, de una sustancia gris que arde; mis venas y mi vientre están hinchados, llenos de flores y silicio, de ambar y luciérnagas. Cuando me baño, cuando subo presuroso una escalera, escucho el traqueteo fatal, su desplazamiento, el rumbo de un animal sigiloso que atraviesa mi cerebro, ventrículos y árbol escarlata. Estoy también descompuesto. Me duelen las manos. Anoche soñé que no tenía brazos, que una túnica parda cubría mi cuerpo, que por las mangas surgían dos inverosímiles trozos de cera y en los extremos temblorosas dos flamas. Nada. De la fascinación por el fuego solo tengo las manos apretadas y uniformes, un ángulo apropiado para el miedo; no tengo sino un amuleto pardo ensangrentado, que se desvanece por las noches.

Debe arder. Debe ser. 

viernes, 7 de septiembre de 2012

Pánico o en medio de la oscuridad desciende una pluma plateada


Tengo una criatura oscura, de escamas escarlatas, poseedora de una inconmensurable boca dispuesta a devorarlo todo. Cada día y a cada momento, se presenta inmediata y erosiona y parte y se traga, incólume a mi respiración, pedazos diminutos de mi cuerpo, una sustancia palpitante y turbia, enferma como la piel de los leprosos. Hoy la he descubierto al amanecer, ante el insomnio empoderado: la he visto, la he sentido rasgar y mascar sigilosamente la carne dañada de mi interior. La he sentido desplazarse, como si el viento acariciara hojas secas, tan cerca que mi oído ha zumbado dispuesto a estallar. Ahora que te conozco oscura criatura carmesí, ahora que sé que en mi descanso te desatas y que no te detendrás, que has encontrando tu deseada residencia entre mis huesos y cartílagos, anhelo cada parte de mí y me cruzo de brazos, envuelto en el silencio y la penumbra de un próximo amanecer, solo para sentirme. Hoy que palpo la agonía, mi espíritu transita una música misteriosa de tambores y vientos desconocidos: un llamado a la guerra o un mandato de posesión se yerguen en el cielo gris que habito.

No haré ruido, no me moveré, ni despertaré a quien descansa a mi lado: ahora, este secreto solo nos pertenece a ambos. Hace un momento, a solo pocos instantes de haber sentido tu vacilante recorrido, se me ocurrió levantarme, ir directo a la cocina, abrir la cajita de madera, donde Nicolle guarda los cubiertos e implementos de su arte, y coger, sin miramiento alguno, un bellísimo cuchillo.
Lo he hecho.
Aquí estoy en la azotea y todavía veo las estrellas brillar en medio del humo y la humedad. Veo el silencio iluminado y porto una arma antiquísima, enemiga fascinada del amor, resplandeciente entre mis manos temblorosas, que debe liberarme de ti, que debe despojarme de tu sinuoso tacto y que es ahora, a punto de que acabe la noche, la única oportunidad de conocerme.
Mi cuerpo no tiene puertas ni ventanas.
Mi piel es una envoltura vibrante que tampoco me permite tocarte.
Señalo con mi dedo índice, clavo con cuidado: la luz de las estrellas cubre el ruido que surge de la carne separada de la carne y temblando oculto mi mano que, como otro animal misterioso, se impulsa en la profundidad, entre protuberancias y vísceras, y se dirige hacia ti.
No pretendo que el amor se convierta en sacrifico.
No te amo.
Solo estamos aquí: tú tragando sin cesar y yo disminuido por aquella voracidad tuya.
Mi mano trepidante viaja por mi sangre, embiste, palpa sin titubear, encuentra el sendero desgarrado de tu caminar, continúa hasta la gruta de tu dominio y se acerca inexorable. El aire hiede, el aire de cristal, el aire endemoniado del encierro: viento sangrante, una vez se ha desatado la tormenta, la corteza violácea redescubierta, en la persecución de un animal rugoso y ensangrentado, cubierto de plumas y de espinas, cuyo derrotero iluminado anuncia un acierto: la mano incapaz de aprehender su ritmo alucinado, como alguien que solo asiste a la contemplación del agua que desciende por los vidrios de una ventana perdida en medio del bosque, alumbrada por la breve luz de una pobre vela.
Mi reflejo, animal, eres casi semejante: cuando mi mano descubre el regocijo de tu cola en movimiento, capturada en mi violento abrazo, no es la alegría del encuentro ni la desesperación del fracaso lo que acude repentinamente a mi corazón; como si mi mano y tu cuerpo, asido a mi propio cuerpo, no tuvieran relación alguna, como si esta persecución y esta calamitosa entrega no fuera más que la implacable decisión de una voluntad insana, que escapa de mi fuerza y tu ferocidad.
Muerde, destaza la mano que te retiene. Libérate y escapa. Huye. Recorre nuevamente con esa alegría maligna de la supervivencia a costa de otro. No importa la forma que adoptes. No importa si es el color del viento o de la precipitación de la nieve, mi mano y este milagroso cuchillo te esperan. No habrá noche ni descanso para ti, una y otra vez volveré a encadenarte, hasta que finalmente te decidas y, atravesados por la rabia, uno de los dos sucumba. 

viernes, 31 de agosto de 2012

Muñecas

De porcelana o de plástico, rellenas de pétalos marchitos o de musgo o de algas o de dientes de murciélago o de trocitos de papel sumergidos en agua de loto, son indispensables para el sueño. Cubiertas de nieve o hechas de cal, hambrientas, descuartizadas, ansiosas, turbias, brillantes, que poseen ojos enormes como sandías y minuciosos labios de añil, arden toda la noche. Colocadas sobre un pararrayos o sobre un espantapájaros, o ellas mismas invocando el relámpago y el excremento de las aves, persisten en el tiempo defectuoso de los hombres. Antiguas, serenas, pardas, que poseen genitales de felino o dentadura de coyotes amarillos, que poseen la textura del vidrio o suavemente cubiertas de porcelana, de aparente dulzura, de sonrisa de cernícalo, de cintura angosta y cabellera rojiza, de piel invisible, con toda su circulación a la intemperie, en vez de corazón un zumbido encerrado en una botella, cubiertas de brea, privadas de latidos y de piernas, sufren el auspicioso desplante del viento. Con un dragón azulado dispuesto sobre su vientre, llenas de odio, atravesadas por una barra de metal luminoso, enterradas, en el centro de un huracán de ceniza. Inútiles. En llamas. Que sangran. Invulnerables a las horas. Con una garganta que aprieta la delicada envidia de la vida.     

lunes, 16 de julio de 2012

Azul anaranjado

El sueño no consiguió liberarlo de la culpa. Eran las cinco de la madrugada pero apenas el tiempo transcurría para él, era como si dentro de la habitación algo hubiera sido negado irremediablemente; su sangre atrapada en una red misteriosa y terrible persistía perdida, salvaje, en un reino de puro sonido, donde vibración y ruido se confundían. Todo su cuerpo retumbaba en un equilibrio siniestro donde la bulla de la calle, los vehículos y el zumbido de su estómago se imprimían en las paredes violetas de su habitación. Miraba el techo, tratando de encontrar una señal, una marca incolora capaz de brindarle el olvido: era inútil, todo el cuarto conservaba una macabra armonía, el punto inflexible entre lo ausente y lo que no existe. Miró hacia la ventana, en busca de una luz, un resplandor cualquiera, algo que le permitiera concentrarse, fijar las imágenes que bailaban sobre él y culminar, por fin, de manera desesperada, en el sueño. Cuatro horas habían pasado desde que ingenuamente se recostó buscando el silencio. La ventana continuaba brillante, pidiendo auxilio a gritos, mordiendo las molduras, aniquilando la madera de sus bordes. Todavía adolorido, se levantó como pudo e, impertinente, se acercó hacia la trémula oscuridad de la ventana. Levó la persiana, se apoyó como pudo sobre el alfeizar, incapaz de imprimir algún tipo de energía a su acción, y buscó detrás de la neblina que ingresaba ásperamente a su habitación y a sus fosas nasales aquello que sabía --no cabía la menor duda-- había perdido hace un par de horas. No se sorprendió. Ni siquiera se inmutó al comprobar que dieciséis pisos más abajo todavía yacía el cuerpo tendido, en la misma posición que lo recordaba. No había hecho nada, todo permanecía en el mismo orden inmarcesible de las cinco de la mañana; su intento de sueño no había vencido a la angustia ni al remordimiento de saberse realmente aniquilado. La oscuridad se deteriora, cae la noche como si fuera la coraza de un castillo de metal, y nada se opone a la incuestionable claridad de la mañana. Solo que el cuerpo permanece ubicado, reducido a su espacio, a su extensión inadmisible. A más luz, mayor es la conciencia del parecido. Mientras la luz asciende, contempla los rasgos turbios del cuerpo, que desde esta altura adquiere dimensiones desconocidas y vagas. Puede ser cualquier otro. Una negación de sí mismo. Alguien que pasa por allí. Un cuerpo que se mantiene ahí como si esa fuera su razón de ser. Levantarse en la mañana para contemplar con la misma seguridad de siempre las doscientas setenta y cinco libras del compañero del primer piso. Basta. Esto no es real. La realidad se encuentra en otra parte. No en esa montaña de carne pestilente y nociva que se dispone en toda su extensión sobre la acera del frente. Todo es claridad. Todo es certeza. La ventana que se cierra sobre su torso como la cuerda al cuello del ahorcado. Casi comprende. La luz se apodera de su mente, recorre las fibras más delicadas de su cerebro y se desprende y se une y ya todo es cierto. El cuerpo se levanta como si desde arriba, desde el décimo sexto piso, otro cuerpo preguntara y otro cuerpo respondiera y así todo va bien. Y no es necesario mirarse, ni preguntarse, ni pensar, ni decir, ni nada. Alguien sube por la escalera, sube acelerando el paso, buscando la certidumbre de la misma respuesta que revoca y toca y evoca todas las mañanas a las cinco de la mañana con la luz del sol impresa en las postales y los muros como una escenografía decolorada pero cierta e incuestionable. Y ya sabes: es abajo donde debes de estar; y qué queda: solo aventarse, volar por una milésima de segundo, ser un ave, no un roedor, un ave, una hoja que se sostiene en el viento por un instante, real y frágil; y ojalá no duela tanto como la primera vez. Y ojalá los dientes y las manos y los huesos y cada músculo, el corazón, el cerebro y el páncreas (órgano de sutil factura) conserven su lugar y no dudarlo: es la vida. La puerta que se abre y la habitación que se oscurece con la luz (y no es metáfora ni misterio) y alguien que adolorido y amarillo se avienta despierto, terriblemente diurno, en la cama para, durante veinticuatro  horas, soñar que sueña, fingir que duerme, hasta que su corazón (originalmente un músculo ridículo) señale la ventana, la claridad, la luz y la mañana.

lunes, 21 de mayo de 2012

Anagrama

Hubo un hombre que dijo guardaré mi deseo en este cofrecito de lata. Nadie lo encontrará. Lo alejaré así de los alacranes, de la cicuta, de los cráneos azulados de la muerte. No caeré envenenado ante la noche.

Soy más listo.

Es mi astucia quien me dicta esta grave decisión.

Cuando regrese, el cofre conservará mi deseo y me lo entregará como si el tiempo no hubiese transcurrido.

Cerró su secreto cofre y, apresurado, se dirigió hacia la puerta de su hogar. Nadie lo vio salir.

Caminó por un sendero ondulado que lo llevaba a alguna parte. Caminó durante todo el día y toda la noche, sin detenerse, sin descansar, desfalleciente. Llegó a una ciudad cuyos muros semejaban la certeza de un prisma colocado frente al crepúsculo. Traspasó el portal y vio con sorpresa que todas las puertas le estaban vedadas. Se sentó en medio de la plaza esperando a que la caída de la noche incitara a los pobladores la compasión o el explícito rechazo, cualquier reacción distinta a la miserable indiferencia de sus puertas y ventanas inmóviles. Se perdió en el sueño. Opaco y derrotado por la oscuridad de un pueblo que no era el suyo, se envolvió, sin saberlo, en una persecución imposible, donde él auscultaba el cuerpo tibio de una muchacha. No fue la cálida caricia de esa mujer difícilmente percibida, sino el gélido resplandor de un revólver lo que lo despertó.

Un desconocido, de mirada dispersa, había colocado el arma sobre su frente, sin prestarle la atención debida, como si se encontrara ante un trozo de carne o un pedazo de madera apolillada y de forma irrelevante. Era más terrible la humillación de saberse indigno de la acción que, acaso, lo aniquilaría, que la certeza de encontrarse desarmado.

Pensaba en el cofre, en las diminutas materias que había cubierto. ¿Acaso su deseo se desvanecería con el tiempo? Sin él para descubrirlo, ¿acaso su cofrecito de lata no se reduciría a un mueble inservible, extraño a la armonía y a las dimensiones de su casa?

Respiraba con dificultad. Aspiraba el aire final, de esa penumbra que lo acabaría.

El otro, con su arma brillante, se proyectaba amenazante hacia él: habló, y su voz era casi inaudible, como si no hablara por la necesidad de comunicar algo, sino solo para estremecerlo.

Te he seguido y no te has dado cuenta, dijo. He caminado contigo, pisado el mismo suelo que tú, mas serías incapaz de reconocerme en este momento. Sé dónde vives, sé quien habita tu casa, conozco cada uno de sus rostros. También he observado tu cofre y lo que ocultas en él. Sé que has dado vueltas y vueltas, enredándote por los senderos, y que en realidad nunca te has movido más que unos pasos. Ahora mismo estás en el punto de partida y finges estar en un lugar extraño. Pero no te preocupes, no busques nuevamente la puerta redentora de tu hogar: tu madre se desangra en el borde de la escalera; tus hermanos fueron arrojados por un precipicio; tu casa misma se convertirá en cenizas por el beatífico efecto de las llamas; y esto con lo que te amenazo no es sino tu preciado cofre. No te odio, solo he nacido para destruir todo aquello que tiene valor para ti. Tu deseo no se conservará, porque nada se conserva. No has guardado objeto alguno, simplemente lo has arrojado al olvido. Más aún, no has querido guardar, sino desaparecer. Aquello que dices amar no te provoca sino disgusto.

Con los ojos cerrados, sentía el progreso de la noche, su inefable movimiento, su dimensión nefasta, y una breve luz que aproximaba la faz del extraño y la suya. La noche es un espejo. La noche es mi rostro. La noche es mi cofre es mi deseo es la noche es el extraño. Aquí solo la noche es real. Mi cabeza es un cofre como la noche y el extraño se quema dentro del cofre inmensas llamaradas devoran la noche su esqueleto turbio se convierte en lluvia no es necesario el color del fuego es el mismo que la noche y mi cofre que deseo guarda pequeñas esferas de sangre que hieden como el metal de la mañana donde mi madre sube diariamente por la escalera escalada encalada colada diáfano es el aire que me cruza de lado a lado omitiendo la diferencia de volumen y el calor de mi cuerpo todavía encerrado en el cofre que sueña.

lunes, 14 de mayo de 2012

La resistencia

Cada noche un mismo sueño se apiada de mi espíritu: un hombre camina hacia un lago donde encontrará la imagen terrible de sí mismo. El sujeto sin faz coloca una a una sus pisadas sobre el suelo desnudo. Se aproxima con lentitud, ofrece la sombra que lo cubre al resplandor del lago. Primero, la imagen aparece dañada por la imperfección del sueño; luego, tras el caos, surge de ese enmarañamiento de colores y sonidos y palpitaciones la prístina claridad de lo desconocido. Una sustancia similar al barro o al petróleo, de una densidad y un espesor incómodos, satura la percepción del que sueña y del soñado. Esa imagen, me digo al despertar, es y ha sido mi propio laberinto, la encrucijada donde me cifro y me explico yo mismo. Si no hubiera nacido lastimado, ¿quién o qué hubiera sido? Soy el resultado de una herida. Yo soy lo que ha nacido de la brecha de esa desgarradura. Pero si esa marca no hubiera existido, no podría explicar mi búsqueda insaciable de absoluto, mi “esclarecida” moralidad ni tampoco mi dureza de corazón. Acaso, si he sobrevivido, ¿no ha sido a causa de esa abolladura en mi alma que soy quien soy? No me avergüenzo de mi actualidad ni de mi presente. No me avergüenzo. El daño ha producido un movimiento: yo soy ese movimiento. Eso no es bueno. Tampoco malo. Que el dolor produzca naturalezas indoloras; que el fuego, una piel impenetrable; que la oscuridad, una incesante mirada no debe extrañarme ni causarme admiración: no es más que el orden natural de las cosas. La sucesión inexorable del tiempo. Acá no se trata de relativizarlo todo. De anunciar una época en la cual el bien y el mal solo sean la desdichada consecuencia de su ubicación en el tiempo y en el espacio. Esa no es la intención de mi escritura. De lo que se trata es de observar la naturaleza mítica de los valores y de su percepción. No creo que haya otro sentido sino este: en vista de que la decadencia es la conclusión inexorable de todo cuerpo y realidad, el mal no es sino el resplandor magullado del bien, su propio reflejo sobre las aguas turbias del tiempo. Es como si en el intentó de cultivar una delicada cadena de flores, el jardinero hubiera olvidado la punzante realidad de las espinas, las agujas de toda belleza, la máscara ensangrentada de un dios demente y piadoso.      

miércoles, 9 de mayo de 2012

Siempre

Precisamente, la noche es el tiempo donde haces falta. De día estás cerca. No porque ocupes una dimensión o un territorio que linde con la vulnerable forma de mi existencia. De día, la luz nos comunica, como si pudiera extender mi mano y la distancia se consumiera en un torbellino de polvo y nada. Te acaricia mi recuerdo. Los movimientos de tu rostro encaran el tiempo. Cada vez más real. No hay ausencia. Te encuentras en cada cuerpo esquivo que rozo en mi desplazamiento por el mundo. Existes. Eres más real que el sol o las pistas de asfalto, que la rara consistencia de los muros de mi ciudad enferma. Camino contigo y no estás. Respiro contigo. Me contamino de ti. Muero de tu aire y respiro en ti. Estás. Eres ebullición, magma, sustancia. El frío de la calle me es ajeno. Las espinas de la gente y su dolor hastiado que continúa en ellos no importan. Cualquier punto es un encuentro contigo. Epifanía. He dicho epifanía. Las piedras de la calle saben a ti. El aire huele a tu pelo de hembra. Y aun cuando todo es carne podrida, un sendero de rosas moribundas persiste por donde te sigo, luz de la mañana donde habitas. Corazón del aire palpitante, te llevo debajo de mi piel. Camino contigo.  

jueves, 3 de mayo de 2012

Amenazado por el fuego (Ejercicio 1)

Adoro el fuego. 

Lo vulnera todo en una fiebre de destrucción y pureza. 

Anoche mientras viajaba en el cuerpo tibio de mi amada, mientras tocaba una a una las estrellas, sentí el feble estremecimiento de lo ausente. No era su cuerpo, todo llamas, todo tormenta, sino una partícula ensangrentada que, casi imperceptible, flotaba sobre la luz; era el corazón invisible del aire, que palpitaba en la noche. 

Mi cuarto no tiene puertas ni ventanas. 

Hay un animal amarrado en el centro de mi habitación, cuelga de su pata izquierda, ansía el movimiento de lo imperecedero, pero se mantiene siempre agonizante sobre el techo. Yo sé, estoy seguro, que camina sobre el aire, que su sangre se expande por la noche y marca las puertas de las iglesias y de las cocinas donde la carne expele su aroma mortecino. 

El animal derrama su saliva luminosa. Arde. Su vientre se hincha y veo con estupor cómo una esfera brillante trasluce tras su piel. El animal se tuerce, como una manera de corregir el inesperado sendero de la luz; la esfera se insinúa en su boca y, cubierta de un líquido púrpura, desciende lentamente, sostenido por hilos invisibles y letales. Me postro y elevo las manos. Palpo la discreta coraza que cubre sus bordes. Es el fuego. Mi habitación en llamas grita y grito. 

Me aferro a los cabellos de mi amada, mientras un torbellino de fuego consume mis nervios y, trémulo, el sudor se deposita en mis ojos. Todo ha terminado para mí. El fuego viene a cerrar mi tiempo. El brillo del animal lo anticipa todo. Abro los ojos, solo la luz, solo su cuerpo que, atrapado en el abierto balanceo del reloj, se mantiene ahí imperturbable.     

martes, 10 de enero de 2012

Testamento de Antonin Artaud


Los libros, los textos, las revistas son tumbas,
tumbas que profanar al fin.
Así no viviremos eternamente rodeados de muertos
y de la muerte.
Si en alguna parte hay prejuicios,
hay que destruirlos,
el deber
digo bien
EL DEBER
del escritor, del poeta
no consiste en irse a encerrar cobardemente en un texto,
un libro, una revista de donde nunca más saldrá
sino por el contrario, salir
fuera
para sacudir,
para atacar
al espíritu público,
de lo contrario
¿para qué sirve?
¿Y por qué ha nacido?