viernes, 28 de septiembre de 2012

Todo arde.

Todo tiene que arder. El fuego es la única esperanza. Si no siento que algo agazapado en el tiempo surge voraz y repentino y lo aniquila todo, me desespero. Es la misma desesperación que siento al amar, la misma urgencia que me detiene y me anticipa y no es suficiente sufrir el ruido del reloj, una hoja muerta ha despegado hacia las estrellas. Me apreto a tu cuerpo, no hay otra resolución: escondí un cadáver debajo de la mecedora; oculté, sin que nadie me viera, un medallón en su interior, de la mecedora y entre sus dientes; contemplo, cuando la noche se avecina, desengañado, la rara arquitectura de su boca, el oro explota, rubia variación del tiempo y el aire miente nuevamente. Agazapado. Nací envenenado le dije a mi madre. Nací lleno de cicuta, de una sustancia gris que arde; mis venas y mi vientre están hinchados, llenos de flores y silicio, de ambar y luciérnagas. Cuando me baño, cuando subo presuroso una escalera, escucho el traqueteo fatal, su desplazamiento, el rumbo de un animal sigiloso que atraviesa mi cerebro, ventrículos y árbol escarlata. Estoy también descompuesto. Me duelen las manos. Anoche soñé que no tenía brazos, que una túnica parda cubría mi cuerpo, que por las mangas surgían dos inverosímiles trozos de cera y en los extremos temblorosas dos flamas. Nada. De la fascinación por el fuego solo tengo las manos apretadas y uniformes, un ángulo apropiado para el miedo; no tengo sino un amuleto pardo ensangrentado, que se desvanece por las noches.

Debe arder. Debe ser. 

viernes, 7 de septiembre de 2012

Pánico o en medio de la oscuridad desciende una pluma plateada


Tengo una criatura oscura, de escamas escarlatas, poseedora de una inconmensurable boca dispuesta a devorarlo todo. Cada día y a cada momento, se presenta inmediata y erosiona y parte y se traga, incólume a mi respiración, pedazos diminutos de mi cuerpo, una sustancia palpitante y turbia, enferma como la piel de los leprosos. Hoy la he descubierto al amanecer, ante el insomnio empoderado: la he visto, la he sentido rasgar y mascar sigilosamente la carne dañada de mi interior. La he sentido desplazarse, como si el viento acariciara hojas secas, tan cerca que mi oído ha zumbado dispuesto a estallar. Ahora que te conozco oscura criatura carmesí, ahora que sé que en mi descanso te desatas y que no te detendrás, que has encontrando tu deseada residencia entre mis huesos y cartílagos, anhelo cada parte de mí y me cruzo de brazos, envuelto en el silencio y la penumbra de un próximo amanecer, solo para sentirme. Hoy que palpo la agonía, mi espíritu transita una música misteriosa de tambores y vientos desconocidos: un llamado a la guerra o un mandato de posesión se yerguen en el cielo gris que habito.

No haré ruido, no me moveré, ni despertaré a quien descansa a mi lado: ahora, este secreto solo nos pertenece a ambos. Hace un momento, a solo pocos instantes de haber sentido tu vacilante recorrido, se me ocurrió levantarme, ir directo a la cocina, abrir la cajita de madera, donde Nicolle guarda los cubiertos e implementos de su arte, y coger, sin miramiento alguno, un bellísimo cuchillo.
Lo he hecho.
Aquí estoy en la azotea y todavía veo las estrellas brillar en medio del humo y la humedad. Veo el silencio iluminado y porto una arma antiquísima, enemiga fascinada del amor, resplandeciente entre mis manos temblorosas, que debe liberarme de ti, que debe despojarme de tu sinuoso tacto y que es ahora, a punto de que acabe la noche, la única oportunidad de conocerme.
Mi cuerpo no tiene puertas ni ventanas.
Mi piel es una envoltura vibrante que tampoco me permite tocarte.
Señalo con mi dedo índice, clavo con cuidado: la luz de las estrellas cubre el ruido que surge de la carne separada de la carne y temblando oculto mi mano que, como otro animal misterioso, se impulsa en la profundidad, entre protuberancias y vísceras, y se dirige hacia ti.
No pretendo que el amor se convierta en sacrifico.
No te amo.
Solo estamos aquí: tú tragando sin cesar y yo disminuido por aquella voracidad tuya.
Mi mano trepidante viaja por mi sangre, embiste, palpa sin titubear, encuentra el sendero desgarrado de tu caminar, continúa hasta la gruta de tu dominio y se acerca inexorable. El aire hiede, el aire de cristal, el aire endemoniado del encierro: viento sangrante, una vez se ha desatado la tormenta, la corteza violácea redescubierta, en la persecución de un animal rugoso y ensangrentado, cubierto de plumas y de espinas, cuyo derrotero iluminado anuncia un acierto: la mano incapaz de aprehender su ritmo alucinado, como alguien que solo asiste a la contemplación del agua que desciende por los vidrios de una ventana perdida en medio del bosque, alumbrada por la breve luz de una pobre vela.
Mi reflejo, animal, eres casi semejante: cuando mi mano descubre el regocijo de tu cola en movimiento, capturada en mi violento abrazo, no es la alegría del encuentro ni la desesperación del fracaso lo que acude repentinamente a mi corazón; como si mi mano y tu cuerpo, asido a mi propio cuerpo, no tuvieran relación alguna, como si esta persecución y esta calamitosa entrega no fuera más que la implacable decisión de una voluntad insana, que escapa de mi fuerza y tu ferocidad.
Muerde, destaza la mano que te retiene. Libérate y escapa. Huye. Recorre nuevamente con esa alegría maligna de la supervivencia a costa de otro. No importa la forma que adoptes. No importa si es el color del viento o de la precipitación de la nieve, mi mano y este milagroso cuchillo te esperan. No habrá noche ni descanso para ti, una y otra vez volveré a encadenarte, hasta que finalmente te decidas y, atravesados por la rabia, uno de los dos sucumba.