Tengo una criatura
oscura, de escamas escarlatas, poseedora de una inconmensurable boca dispuesta
a devorarlo todo. Cada día y a cada momento, se presenta inmediata y erosiona y
parte y se traga, incólume a mi respiración, pedazos diminutos de mi cuerpo,
una sustancia palpitante y turbia, enferma como la piel de los leprosos. Hoy la
he descubierto al amanecer, ante el insomnio empoderado: la he visto, la he
sentido rasgar y mascar sigilosamente la carne dañada de mi interior. La he
sentido desplazarse, como si el viento acariciara hojas secas, tan cerca que mi
oído ha zumbado dispuesto a estallar. Ahora que te conozco oscura criatura
carmesí, ahora que sé que en mi descanso te desatas y que no te detendrás, que
has encontrando tu deseada residencia entre mis huesos y cartílagos, anhelo
cada parte de mí y me cruzo de brazos, envuelto en el silencio y la penumbra de
un próximo amanecer, solo para sentirme. Hoy que palpo la agonía, mi espíritu
transita una música misteriosa de tambores y vientos desconocidos: un llamado a
la guerra o un mandato de posesión se yerguen en el cielo gris que habito.
No haré ruido, no me moveré, ni despertaré a quien descansa a mi lado:
ahora, este secreto solo nos pertenece a ambos. Hace un momento, a solo pocos
instantes de haber sentido tu vacilante recorrido, se me ocurrió levantarme, ir
directo a la cocina, abrir la cajita de madera, donde Nicolle guarda los
cubiertos e implementos de su arte, y coger, sin miramiento alguno, un
bellísimo cuchillo.
Lo he hecho.
Aquí estoy en la azotea y todavía veo las estrellas brillar en medio del
humo y la humedad. Veo el silencio iluminado y porto una arma antiquísima,
enemiga fascinada del amor, resplandeciente entre mis manos temblorosas, que
debe liberarme de ti, que debe despojarme de tu sinuoso tacto y que es ahora, a
punto de que acabe la noche, la única oportunidad de conocerme.
Mi cuerpo no tiene puertas ni ventanas.
Mi piel es una envoltura vibrante que tampoco me permite tocarte.
Señalo con mi dedo índice, clavo con cuidado: la luz de las estrellas cubre
el ruido que surge de la carne separada de la carne y temblando oculto mi mano
que, como otro animal misterioso, se impulsa en la profundidad, entre
protuberancias y vísceras, y se dirige hacia ti.
No pretendo que el amor se convierta en sacrifico.
No te amo.
Solo estamos aquí: tú tragando sin cesar y yo disminuido por aquella
voracidad tuya.
Mi mano trepidante viaja por mi sangre, embiste, palpa sin titubear, encuentra
el sendero desgarrado de tu caminar, continúa hasta la gruta de tu dominio y se
acerca inexorable. El aire hiede, el aire de cristal, el aire endemoniado del
encierro: viento sangrante, una vez se ha desatado la tormenta, la corteza
violácea redescubierta, en la persecución de un animal rugoso y ensangrentado,
cubierto de plumas y de espinas, cuyo derrotero iluminado anuncia un acierto:
la mano incapaz de aprehender su ritmo alucinado, como alguien que solo asiste
a la contemplación del agua que desciende por los vidrios de una ventana
perdida en medio del bosque, alumbrada por la breve luz de una pobre vela.
Mi reflejo, animal, eres casi semejante: cuando mi mano descubre el
regocijo de tu cola en movimiento, capturada en mi violento abrazo, no es la alegría
del encuentro ni la desesperación del fracaso lo que acude repentinamente a mi
corazón; como si mi mano y tu cuerpo, asido a mi propio cuerpo, no tuvieran
relación alguna, como si esta persecución y esta calamitosa entrega no fuera
más que la implacable decisión de una voluntad insana, que escapa de mi fuerza
y tu ferocidad.
Muerde, destaza la mano que te retiene. Libérate y escapa. Huye. Recorre
nuevamente con esa alegría maligna de la supervivencia a costa de otro. No
importa la forma que adoptes. No importa si es el color del viento o de la precipitación
de la nieve, mi mano y este milagroso cuchillo te esperan. No habrá noche ni
descanso para ti, una y otra vez volveré a encadenarte, hasta que finalmente te
decidas y, atravesados por la rabia, uno de los dos sucumba.