lunes, 21 de mayo de 2012

Anagrama

Hubo un hombre que dijo guardaré mi deseo en este cofrecito de lata. Nadie lo encontrará. Lo alejaré así de los alacranes, de la cicuta, de los cráneos azulados de la muerte. No caeré envenenado ante la noche.

Soy más listo.

Es mi astucia quien me dicta esta grave decisión.

Cuando regrese, el cofre conservará mi deseo y me lo entregará como si el tiempo no hubiese transcurrido.

Cerró su secreto cofre y, apresurado, se dirigió hacia la puerta de su hogar. Nadie lo vio salir.

Caminó por un sendero ondulado que lo llevaba a alguna parte. Caminó durante todo el día y toda la noche, sin detenerse, sin descansar, desfalleciente. Llegó a una ciudad cuyos muros semejaban la certeza de un prisma colocado frente al crepúsculo. Traspasó el portal y vio con sorpresa que todas las puertas le estaban vedadas. Se sentó en medio de la plaza esperando a que la caída de la noche incitara a los pobladores la compasión o el explícito rechazo, cualquier reacción distinta a la miserable indiferencia de sus puertas y ventanas inmóviles. Se perdió en el sueño. Opaco y derrotado por la oscuridad de un pueblo que no era el suyo, se envolvió, sin saberlo, en una persecución imposible, donde él auscultaba el cuerpo tibio de una muchacha. No fue la cálida caricia de esa mujer difícilmente percibida, sino el gélido resplandor de un revólver lo que lo despertó.

Un desconocido, de mirada dispersa, había colocado el arma sobre su frente, sin prestarle la atención debida, como si se encontrara ante un trozo de carne o un pedazo de madera apolillada y de forma irrelevante. Era más terrible la humillación de saberse indigno de la acción que, acaso, lo aniquilaría, que la certeza de encontrarse desarmado.

Pensaba en el cofre, en las diminutas materias que había cubierto. ¿Acaso su deseo se desvanecería con el tiempo? Sin él para descubrirlo, ¿acaso su cofrecito de lata no se reduciría a un mueble inservible, extraño a la armonía y a las dimensiones de su casa?

Respiraba con dificultad. Aspiraba el aire final, de esa penumbra que lo acabaría.

El otro, con su arma brillante, se proyectaba amenazante hacia él: habló, y su voz era casi inaudible, como si no hablara por la necesidad de comunicar algo, sino solo para estremecerlo.

Te he seguido y no te has dado cuenta, dijo. He caminado contigo, pisado el mismo suelo que tú, mas serías incapaz de reconocerme en este momento. Sé dónde vives, sé quien habita tu casa, conozco cada uno de sus rostros. También he observado tu cofre y lo que ocultas en él. Sé que has dado vueltas y vueltas, enredándote por los senderos, y que en realidad nunca te has movido más que unos pasos. Ahora mismo estás en el punto de partida y finges estar en un lugar extraño. Pero no te preocupes, no busques nuevamente la puerta redentora de tu hogar: tu madre se desangra en el borde de la escalera; tus hermanos fueron arrojados por un precipicio; tu casa misma se convertirá en cenizas por el beatífico efecto de las llamas; y esto con lo que te amenazo no es sino tu preciado cofre. No te odio, solo he nacido para destruir todo aquello que tiene valor para ti. Tu deseo no se conservará, porque nada se conserva. No has guardado objeto alguno, simplemente lo has arrojado al olvido. Más aún, no has querido guardar, sino desaparecer. Aquello que dices amar no te provoca sino disgusto.

Con los ojos cerrados, sentía el progreso de la noche, su inefable movimiento, su dimensión nefasta, y una breve luz que aproximaba la faz del extraño y la suya. La noche es un espejo. La noche es mi rostro. La noche es mi cofre es mi deseo es la noche es el extraño. Aquí solo la noche es real. Mi cabeza es un cofre como la noche y el extraño se quema dentro del cofre inmensas llamaradas devoran la noche su esqueleto turbio se convierte en lluvia no es necesario el color del fuego es el mismo que la noche y mi cofre que deseo guarda pequeñas esferas de sangre que hieden como el metal de la mañana donde mi madre sube diariamente por la escalera escalada encalada colada diáfano es el aire que me cruza de lado a lado omitiendo la diferencia de volumen y el calor de mi cuerpo todavía encerrado en el cofre que sueña.

lunes, 14 de mayo de 2012

La resistencia

Cada noche un mismo sueño se apiada de mi espíritu: un hombre camina hacia un lago donde encontrará la imagen terrible de sí mismo. El sujeto sin faz coloca una a una sus pisadas sobre el suelo desnudo. Se aproxima con lentitud, ofrece la sombra que lo cubre al resplandor del lago. Primero, la imagen aparece dañada por la imperfección del sueño; luego, tras el caos, surge de ese enmarañamiento de colores y sonidos y palpitaciones la prístina claridad de lo desconocido. Una sustancia similar al barro o al petróleo, de una densidad y un espesor incómodos, satura la percepción del que sueña y del soñado. Esa imagen, me digo al despertar, es y ha sido mi propio laberinto, la encrucijada donde me cifro y me explico yo mismo. Si no hubiera nacido lastimado, ¿quién o qué hubiera sido? Soy el resultado de una herida. Yo soy lo que ha nacido de la brecha de esa desgarradura. Pero si esa marca no hubiera existido, no podría explicar mi búsqueda insaciable de absoluto, mi “esclarecida” moralidad ni tampoco mi dureza de corazón. Acaso, si he sobrevivido, ¿no ha sido a causa de esa abolladura en mi alma que soy quien soy? No me avergüenzo de mi actualidad ni de mi presente. No me avergüenzo. El daño ha producido un movimiento: yo soy ese movimiento. Eso no es bueno. Tampoco malo. Que el dolor produzca naturalezas indoloras; que el fuego, una piel impenetrable; que la oscuridad, una incesante mirada no debe extrañarme ni causarme admiración: no es más que el orden natural de las cosas. La sucesión inexorable del tiempo. Acá no se trata de relativizarlo todo. De anunciar una época en la cual el bien y el mal solo sean la desdichada consecuencia de su ubicación en el tiempo y en el espacio. Esa no es la intención de mi escritura. De lo que se trata es de observar la naturaleza mítica de los valores y de su percepción. No creo que haya otro sentido sino este: en vista de que la decadencia es la conclusión inexorable de todo cuerpo y realidad, el mal no es sino el resplandor magullado del bien, su propio reflejo sobre las aguas turbias del tiempo. Es como si en el intentó de cultivar una delicada cadena de flores, el jardinero hubiera olvidado la punzante realidad de las espinas, las agujas de toda belleza, la máscara ensangrentada de un dios demente y piadoso.      

miércoles, 9 de mayo de 2012

Siempre

Precisamente, la noche es el tiempo donde haces falta. De día estás cerca. No porque ocupes una dimensión o un territorio que linde con la vulnerable forma de mi existencia. De día, la luz nos comunica, como si pudiera extender mi mano y la distancia se consumiera en un torbellino de polvo y nada. Te acaricia mi recuerdo. Los movimientos de tu rostro encaran el tiempo. Cada vez más real. No hay ausencia. Te encuentras en cada cuerpo esquivo que rozo en mi desplazamiento por el mundo. Existes. Eres más real que el sol o las pistas de asfalto, que la rara consistencia de los muros de mi ciudad enferma. Camino contigo y no estás. Respiro contigo. Me contamino de ti. Muero de tu aire y respiro en ti. Estás. Eres ebullición, magma, sustancia. El frío de la calle me es ajeno. Las espinas de la gente y su dolor hastiado que continúa en ellos no importan. Cualquier punto es un encuentro contigo. Epifanía. He dicho epifanía. Las piedras de la calle saben a ti. El aire huele a tu pelo de hembra. Y aun cuando todo es carne podrida, un sendero de rosas moribundas persiste por donde te sigo, luz de la mañana donde habitas. Corazón del aire palpitante, te llevo debajo de mi piel. Camino contigo.  

jueves, 3 de mayo de 2012

Amenazado por el fuego (Ejercicio 1)

Adoro el fuego. 

Lo vulnera todo en una fiebre de destrucción y pureza. 

Anoche mientras viajaba en el cuerpo tibio de mi amada, mientras tocaba una a una las estrellas, sentí el feble estremecimiento de lo ausente. No era su cuerpo, todo llamas, todo tormenta, sino una partícula ensangrentada que, casi imperceptible, flotaba sobre la luz; era el corazón invisible del aire, que palpitaba en la noche. 

Mi cuarto no tiene puertas ni ventanas. 

Hay un animal amarrado en el centro de mi habitación, cuelga de su pata izquierda, ansía el movimiento de lo imperecedero, pero se mantiene siempre agonizante sobre el techo. Yo sé, estoy seguro, que camina sobre el aire, que su sangre se expande por la noche y marca las puertas de las iglesias y de las cocinas donde la carne expele su aroma mortecino. 

El animal derrama su saliva luminosa. Arde. Su vientre se hincha y veo con estupor cómo una esfera brillante trasluce tras su piel. El animal se tuerce, como una manera de corregir el inesperado sendero de la luz; la esfera se insinúa en su boca y, cubierta de un líquido púrpura, desciende lentamente, sostenido por hilos invisibles y letales. Me postro y elevo las manos. Palpo la discreta coraza que cubre sus bordes. Es el fuego. Mi habitación en llamas grita y grito. 

Me aferro a los cabellos de mi amada, mientras un torbellino de fuego consume mis nervios y, trémulo, el sudor se deposita en mis ojos. Todo ha terminado para mí. El fuego viene a cerrar mi tiempo. El brillo del animal lo anticipa todo. Abro los ojos, solo la luz, solo su cuerpo que, atrapado en el abierto balanceo del reloj, se mantiene ahí imperturbable.