jueves, 9 de diciembre de 2010

(Qué cursi)


No es amor.



La mujer ha dado un paso hacia adelante, el escenario se abre a sus ojos y el público tenso asiste. Ella trae en las manos un vaso con agua. Las luces surgen repentinamente, desde los bordes del espacio avanzan con lentitud hacia el centro. Nicole camina entre las sombras y coge con firmeza el vaso que, como si poseyera una dimensión desconocida, la hace tambalear; sus pies sostienen un peso virtualmente imposible y ella suda, un sudor seco, pegado a su piel, como si la raspara. Cuando llega al centro hay un redoble de tambor. Nicole pisa el escenario, la raíz de la luz, el brazo mirando hacia el público, el vaso muerto lleno de agua.



Nicole.- Hubo un tiempo, un tiempo hubo, en que cada palabra era una llamarada, una pirámide de ojos en la arena inerte de la playa. (Nicole levanta el pie, pisa con fuerza el escenario). Un tiempo hubo cuando la lluvia salía disparada llena de vidrios rotos. (Dobla el cuello hacia la derecha, fuerte, como si quisiera separar su cabeza de su tronco; el brazo inmóvil, el vaso se mantiene en un misterioso equilibrio). Un tiempo hubo...



Comienza a girar en su sitio, sin que el vaso se mueva. Dos vueltas, queda en la posición inicial: el brazo adelante sostiene imperturbable el vaso con agua. Mira a ambos lados; poco a poco coloca el vaso de cabeza. El líquido se derrama sobre el escenario lentamente.



Nicole.- ¡Suficiente!



Se ríe inverosímil, más gesto que sonido, como si brotaran copos de nieve. El escenario se vuelve blanco. Detrás aparecen flores dibujadas con trazos de pintura, como lanzados sobre un tapiz nebuloso; Nicole mira absorta las flores, comienza a girar, cada vez más rápido, salta. Mira al público y sale brincando. Se apagan todas las luces. Tenue se escucha el palpitar de una gota de agua.

viernes, 26 de noviembre de 2010

(Qué cursi)


No es amor, estoy seguro.

¿Cuántas veces tengo que repetirlo para que sea real?

El peso de una palabra convierte las cosas, las transforma, las vuelve verdaderas.

Una vez, cuando era pequeño, me perdí en un bosque. Todo era desconocido en ese viaje extraordinario. No recuerdo cómo llegué allí. No recuerdo ni siquiera el bosque. Pudo ser incluso solo una imagen de tiza, en algún oscuro muro de mi ciudad, que por una extraña razón terminó fija en mí, impresa en mi piel como las marcas que dejan la lluvia sobre la arena del desierto

que solo recuerdo porque sí. Sin embargo, estuve ahí. Contemplé aquellos árboles y sus sombras vacilantes. Recuerdo aún el viento y el sonido del agua, su cuerpo en desplazamiento. No pensé. Me quedé sentado, sin ganas de que me encontraran. No lloré. No supliqué. Mientras estuve perdido, no encontré ninguna palabra. Todo fue silencio y reconciliación. Nadie puede imaginar las palabras de un niño arrepentido de su existencia. Quise ser como esos árboles, como esa agua que se extendía, sin conocer principio ni final. Quise estar en todas partes, ser el agua, la flor y el ave al mismo tiempo. Quiero ser dios, quiero ser dios, repetí y también repetí. Deseando que Dios fuera esa palabra, que decir dios fuera lo mismo que invocarlo, que traerlo a esta realidad finita y triste y lamentable. Si repites un nombre, una frase, con insistencia se convierte en realidad creí en ese momento, a mis siete años, cuando no me daba cuenta de que, efectivamente, dios era ese río, esa flor y esa ave, y que decirlo era alejarse de él.

Ya no quiero repetirlo: un reino de paz necesito.

Agonizo y soy ahora una mancha de café sobre una tela luminosa, el vaivén de una hoja que cae desde hace horas. Miro las estrellas, aunque sé que es inútil; me parece que el cielo guarda un secreto, un orden siniestro, el orden que organiza mi cuerpo, que hace que mis manos y mis venas estén ahí y sean mis manos y mis venas.

Me miro las manos: son duras y toscas.

Una vez una mujer me contó que había tocado las manos de un artista, me dijo que eran suaves, tersas, dóciles, sutiles para el amor. Sentí vergüenza. No puedo ser sino un animal enjaulado. Mis manos no pueden ser sino duras, no fuertes, duras —también lamentables— como dios o el viento, como las ganas de llorar esa noche, perdido en el bosque, cuando recordé que el frío y la nieve nunca pudieron atravesar el abrazo de mi abuela y que mi abuela no estaba, que el agua que corría no me podía decir más que el vapor del agua calienta

pan crocante y tierno y tibio, hecho de amor y harina,

que las flores no solo forman parte del paisaje sino también habitan en nuestra sangre y en cada una de las partes de nuestro cuerpo. Cuando el silencio ya no basta, cuando es necesario volver al ruido, porque el ruido es también una divinidad que se prolonga en las palabras de los hombres, preferí a mi abuela, y abandoné a dios.

domingo, 21 de noviembre de 2010

Con urgencia


Debí hablarle del tiempo, de su infalible capacidad de tortura, de las flores que avecinan nuestro cuarto, del color amarillo de su blusa. Debí decirle que cuando veo la luna me duele el corazón, mi estómago vuela y cae sobre la nieve, el rojo vaivén de mis pulmones me acera el pecho y la garganta. Debí asegurarle que nada de esto es real, sino una inagotable e insensata trampa que nos apresa y hiere. No lo he hecho. Me he limitado a susurrarle al oído mi odio infinito, mis ardientes ganas de estrangularla. Ella no ha sabido qué contestarme, se ha quedado atrapada en un tiempo fatal y estático. Me mira como si desconociera quién soy.

—Nicole, estás bien —digo sin convicción, solo por cumplir, solo por comprobar que no me escucha. Sé que no va a decir ninguna palabra, nunca lo ha hecho. No debe, no quiere, no puede hablar. La abrazo, y miento en el abrazo. Un cuerpo pegado a otro cuerpo sin sinceridad, ¿qué mayor muestra de maldad?

—¿Crees que soy malo, Nicole? —digo, mientras sus grandes ojos café se percatan de mi sonrisa. Aún abre más los ojos, como si descubriera una hoguera detrás de una tormenta de nieve. ¿Es espanto? Un grito recorre su mirada. ¿Acaso sabe algo? Está perdida, en un territorio lleno de árboles y fieras, animales moteados, de delgadas extremidades, que se avientan sobre su presa, que muerden en la nuca, en la columna, para evitar que su víctima se mueva, mientras se la comen viva; no anulan su conciencia, desean que estén despiertas, que conozcan el horror de saberse todavía vivos, hasta el final.

—¿Qué has encontrado, Nicole? Dime —me mira extrañada. Aún puede sostenerse, con mucho esfuerzo; si no estuviera abrazado a ella, caería de manera irremediable, caería como una piedra que se hunde en un pozo. ¿Eso significa ser poderoso: evitar que alguien caiga? Ya no puedo sonreír. Algo se ha quebrado en mi interior. Cojo mi libreta, busco una página en blanco, se la entrego, junto a un bolígrafo.

—Toma, muñeca. Ahora vas a escribir aquello que has visto. Vamos, hazlo, sin miedo, Nicole —observo cómo me mira, a mí, no al papel. No entiende. No deja de mirarme. Me siento mal. La libreta y bolígrafo caen de sus manos. El sonido que hacen al caer es lo último que escucho.

lunes, 15 de noviembre de 2010

Un borrador inacabado


Desde que Nicole abandonó el cigarrillo su corazón no hubo de encontrar reposo. Supo que no solo la boca se le entumecía, sino que sus pulmones golpeaban contra su caja toráxica con una presión y fuerza inusitadas. El aire, su aire, la envolvía en una neblina, toda perdida, casi sin ojos y casi riéndose. Los primeros días desconoció el miedo, tampoco percibió la desesperación; al terminar la semana la puerta cerrada de su cuarto y los indefensos maullidos de su gato eran la única evidencia de su estadía en casa. Nicole entendió, con extremo dolor, que cada vez que la saliva ingresaba por sus fosas nasales y encontraba cierta resistencia en sus papilas gustativas era el inicio de una tempestad que solo podía encontrar algún tipo de auxilio en los choques desmedidos contra la pared. Lanzarse contra los muros de su habitación, no importaba si terminaba con la cabeza rota o con la blusa llena de sangre, era lo más cercano a un antídoto: solo el dolor podía aliviar, en algún grado, minúsculo para hablar con la verdad, ese fuego interno que envenenaba su cuerpo.
Su familia al principio quiso prestarle algún tipo de ayuda: un viejo amigo médico (amigo de un amigo en realidad, casi un desconocido); internarla en un lugar acogedor donde el sudor y el flujo continuo de saliva fueran morigerados; tal vez, dedicar horas y a horas a acompañar su dolor, y mirarla y mirarla. El entusiasmo terapéutico no duró más de uno o dos días a lo mucho. Nicole se sorprendió (¿por qué no debía de hacerlo?) al constatar la poca disciplina familiar de cada uno de sus parientes. Vio, con calma al principio, antes de que una nube oscureciera su mirada, cómo las atenciones de sus padres, hermanos y tíos se desvanecían en cuestión de horas. Del desayuno a la cena una serie de pactos y convenios silenciosos se habían firmado, sin que ella se enterara. Cada vez que su “incomodidad” comenzara, ellos pondrían música a todo el volumen posible, cerrarían todas las ventanas y puertas y cualquier espacio, por pequeño que fuera, que comunicara con el exterior. Solo la música, que variaba, según el interés, el gusto y la caridad (que ellos llamaban, de modo alturado, “amor”) del guardián de turno, amo y señor del equipo de sonido.
En dos semanas, los vecinos comenzaron a odiar, de un modo sincero y natural, a la familia de Nicole. Ninguno de ellos podía comprender cómo una familia decente era capaz de destruir la calma y armonía del vecindario iniciando una orgía musical, una mixtura de “ruidos” (esa fue la palabra que usaron, por lo menos hasta el tercer día) sin orden ni concierto, y sin ninguna consideración con los demás. Que la música iniciara al medio día, en la mañana, después de la hora de almuerzo era algo comprensible, pero que la madrugada y las sagradas horas de descanso fueran intervenidas con tal descaro solo revelaba la animadversión, la mala sangre, la actitud despiadada y poco noble de “aquellas personas”. Ninguno supo qué hacer; ninguno intentó hacer nada, por lo menos las dos primeras semanas, aunque cada día la situación se hacía más intolerable, y la imagen de la venganza rondaba no por pocas cabezas. La violencia se convirtió en la acompañante de todos, antes y después de despertarse, en el almuerzo y el desayuno, en cada minuto de su vida no podían dejar de pensar en cómo la divinidad castigaría a esos infelices. Al pensarlo, al mascullarlo, sus ojeras se hinchaban y su rostro pálido por la falta de sueño adquiría una tonalidad pálida, extremadamente hermosa si se veía a contraluz.
Nicole, para ese entonces, ya había destrozado su mesa de noche y el espejo de la pared; todo tenía un aura gris, sus sábanas, sus cuadernos y los pocos libros que habían soportado los accesos de furia que la poseían; también había despanzurrado a cada uno de los peluches que adornaban su cuarto. La habitación poseía una atmosfera rancia, la falta de cuidado había dejado sus huellas en cada pequeño lugar. Nicole cogió un trozo del espejo despedazado, quiso encontrar algo familiar, algo que le dijera que era ella y no otra quien en aquel momento comenzaba a sentir el hincón en el estómago, quien, lo sabía, estaba segura, empezaría a sentir que la cabeza iba a estallar y un reloj sonando como una bomba de tiempo, llena de esquirlas, mugre de animales y tripas rojas y piedrecitas brillantes. No se reconoció, no podía reconocer a la persona que en ese pedazo de vidrio aparecía, casi como un insulto, o una maligna broma. Quiero agua, se dijo. Pero era demasiado tarde, su carne comenzó a apretarse y ella se quebró, primero a un lado, cayó. Intentó levantarse, fue inútil. En el suelo, se retorcía de un lado a otro. Y era como si el timón de un barco gobernado por un demente se zambullera en una tormenta con truenos, miedo, y harta lluvia. Quiso llorar, pero para ese entonces las lágrimas no significaban nada. Probó con las palabras; no respondieron. Su cuerpo empezó a estremecerse y, como cada cuatro horas, se lanzó de frente, sin sentir nada, absolutamente nada, contra la pared. Su nariz estaba rota, pudo sentir cómo su hueso se había hundido. La sangre era también un manantial, nunca su espesor y cantidad habían llegado a ese punto. Pensó que era la sangre de un animal, que ese fluido no podía pertenecer a un cuerpo humano. Y sonrió. En menos de un segundo había vuelto a lanzarse contra el muro. Esta vez había procurado, con la poca técnica que había aprendido en esos días, que sea su cabeza la que recibiera toda la intensidad del golpe. Esperaba caer desmayada de una vez por todas y despertarse al día siguiente para disfrutar del poco tiempo que tenía antes de que surgiera nuevamente el infierno. Esta vez sí deseó con todas sus fuerzas inundarse en llanto. No se había desmayado y un oscuro impulso ya la tenía de pie. Imaginó un espejo, imaginó que era otra. No era su sangre, estaba segura. Y ya estaba otra vez en el piso y contra la pared y en el piso. Esta vez ya no se levantó, en una especie de sueño o en un extraño equilibrio producto del dolor. ¿Dormía? No lo sé. Una sonrisa, o algo parecido, había brotado en su rostro.
Su familia ni siquiera imaginaba, no quería imaginar, qué es lo que pasaba en la habitación de Nicole. La música era suficiente, como suficiente era la comida en la mesa o el sol al mediodía. Desconocían el sueño desde hace dos semanas, no se hacían problemas, con tal de que

martes, 26 de octubre de 2010

bosque en llamas (o una carta de despedida)



Yo también soñé aquella anoche: te vi, me vi, envueltos en la niebla. ¿Qué puedo decirte que no sepas? Tengo miedo (también soñé el miedo), pero las palabras son las mismas. Debería hablar del tiempo, de su capacidad de aniquilarnos; debería hablar de tus ojos, de tu piel o acaso de la oscura brisa que mueve tu pelo. Debería, pero no puedo. En mi sueño tú (o yo) me perseguía. En mi sueño ambos estábamos ocultos y un charco de sangre surgía bajo nuestras pisadas. En mi sueño tú (y, tal vez, yo) éramos reales. En mi sueño nos unimos en un abrazo mientras la fiebre y la locura se apoderaban de nosotros. Vi una cascada, vi un bosque en llamas, vi el cuerpo de miles de personas hundidas en un fango rojo e invulnerable, vi también tus pulmones, su recia coloración: toqué cada uno de tus órganos, viajé por tu sangre y cada bocado de oxígeno tuyo fue una fiesta para mí. Acabada la noche, despierto, me contemplo desterrado de aquel reino y me pregunto qué significó esa última frase. Nada ha quedado de nosotros. Nada de lo que somos en este momento se equipara a ese sueño. El humo y las flores de mi jardín no existen; no existe tampoco la aspereza de tu manos, ni la luz te rodea, ni sangras al anochecer. Un espejismo el dolor. ¿Un espejismo? ¡Un espejismo el dolor! No hubo alegría, ni tú ni yo sonreímos, ni tú ni yo ha despertado; seguimos encerrados acá, en esta morada carne. Camino confundido y escribo algo que sea una señal de auxilio, una esperanza; debo creer que al otro lado, donde habitas, un pájaro canta sobre la rama más alta y tú entiendes cada una de sus palabras, aunque no signifiquen nada.

sábado, 2 de octubre de 2010

Un comentario y una respuesta

4 de febrero de 2010 09:13

Muy interesantes apuntes sobre la pelicula en sí y lo que la rodea. Me llama la atencion lo que mencionas sobre la fe. Eso explicaría muchas de las preguntas que me hago sobre por qué hacemos lo que hacemos, sobre qué nos mantiene andando y mirando en una direccion. Acerca de la película y su final, me recordó otra, no de monstruos, sí con una trama similar y un desenlace casi idéntico: Miracle Mile. Una pareja circunstancial se encuentra en medio de una catastrofe para al final morir juntos. Se puede hacer un analisis de la sociedad, del orden, de los principios, todos enfrentados como bien dices a un evento absurdo, y ver cómo algunos de esos "principios" se desmoronan o son facilmente cuestionables. Pero creo que al mismo tiempo estas películas dejan ver que por encima de la destruccion de todo, de lo material, del orden y las ideas, siempre está ese espiritu humano que se manifiesta por medio de la solidaridad y el deseo desintereado de ayudar y estar con alguien mas. Suerte!!!


Respuesta

Gracias por tu comentario. Como soy muy descuidado he dejado el blog por un buen tiempo (aparte de que estoy en una sequía, no de ideas, sino de coraje, voluntad y energía para ponerme a escribir).

Pienso que la diferencia entre la fe y la razón, como movilizadores de grupos sociales, radica en que la primera no distingue entre visión de mundo y acción. La fe supone actos y rituales; la naturalización de estos la configuran y constituyen. La fe se mueve siempre en tiempos y niveles distintos; siempre es presente y futuro, no un futuro de posibilidad, sino del presente que es y será. Esto involucra también una construcción del pasado, una redefinición para el futuro. El pasado funda el futuro. El presente es un tiempo sumido en aquello que (todavía) no es. Sin duda, supone también una suerte de sensación (yo diría incluso sensualidad) compartida. La fe organizada con fines políticos no solo "disciplina" el cuerpo, lo convierte en un espacio de éxtasis y comunión, entendido esto en un sentido productivo. Se busca procesar el discurso en sensibilidad. Desde ese punto de vista, no es solo una creencia, sino una fuerza "cósmica" que busca unir todo.
Gracias, por la recomendación de la pela; tenlo por seguro que la buscaré. Sobre lo último que mencionas, no estoy de acuerdo. Sin duda se trata de una lectura válida. Pero, por lo menos en Cloverfield, esto evidencia una suerte de compensación narrativa; la cámara en mano altera la forma de la película: es la película de una película, una cinta personal, una grabación militar, el documento de una catástrofe. Cualquiera de estos días voy a publicar la versión final de ese ensayo; aunque en realidad son fragmentos sueltos en torno a la película, que llegué a publicar en mi revista, Estereograma (lo que dicho sea de paso no me enorgullece). De hecho que hay cosas que son pura especulación. Ojalá podamos retomar la conversación en alguna oportunidad.

Suerte!

jueves, 26 de agosto de 2010

Melodrama (e historia de amor)

Hoy, cuando anochecía, Nicole llegó sudando, desesperada en el aire vagaba su sombra, el brillo mortecino de su boca.
¿Acaso, Nicolle, encontraste a la fiera, ese animal dorado que acosa el temible resplandor de tus ojos?
¿Acaso has aspirado el sufrimiento entre la hierba y las flores amarillas que cubren el camino?
¿Cuál es el límite de la desesperación, Niccole?


El brillo mortecino de la sangre

La sangre del brillo mortecino

La mortecina sangre del brillo

Debería cortarme el cuello.

sábado, 24 de julio de 2010

El amor y el tú


En uno de los ejemplos es obvio que la relación directa implica una acción sobre lo que me confronta. En el arte el acto del ser determina la situación en la cual la forma se convierte en una obra. La simple coexistencia adquiere todo su sentido en el encuentro; entra en el mundo de las cosas para prolongar allí su acción al infinito, para tornarse infinitamente en Ello, pero también infinitamente Tú, para comunicar la inspiración y la dicha. Ella “adquiere cuerpo”; su cuerpo emerge del flujo inespacial e intemporal, a la orilla de la existencia.
El sentido de este efecto es menos evidente en la relación con un Tú humano. El acto esencial que crea aquí la inmediatez es lo frecuentemente interpretado erróneamente en términos de sentimiento. Los sentimientos acompañan al hecho metafísico y metapsíquico del amor, pero no lo constituyen. Los sentimientos concomitantes pueden ser de especies muy diversas. El sentimiento de Jesús para con el poseso es otro que su sentimiento para el discípulo bienamado; pero el amor es uno. A los sentimientos se los “tiene”; el amor es un hecho que “se produce”. Los sentimientos habitan en el hombre, pero el hombre habita en su amor. No hay en esto metáfora: es la realidad. El amor es un sentimiento que se adhiere al Yo de manera que el Tú sea su “contenido” y objeto; el amor está entre el Yo y el Tú. Quien no sepa esto, y no lo sepa con todo su ser, no conoce el amor, aunque atribuya al amor los sentimientos que experimenta, que siente, que goza y que expresa. El amor es una acción cósmica. Para quien habita en el amor y contempla en el amor, los hombres se liberan de todo lo que los mezcla a la confusión universal; buenos y malvados, sabios y necios, bellos y feos, todos, uno después de otro, se tornan reales a sus ojos, se tornan otros tantos Tú, esto es, seres liberados, determinados, únicos; los ve a cada uno cara a cara. De una manera maravillosa surge de vez en cuando una presencia exclusiva. Entonces puedo ayudar, curar, educar, elevar, liberar. El amor es la responsabilidad de un Yo por un Tú. En esto reside la igualdad entre aquellos que se aman, igualdad que no podría residir en un sentimiento, cualquiera que fuese, igualdad que va del más pequeño al más grande, del más dichoso, del más protegido, de aquel cuya vida entera se halla incluida en la de un ser amado, hasta aquel que toda su vida está clavado sobre la cruz de este mundo porque pide y exige esta cosa tremenda: amar a todos los hombres.
Quede en el misterio el significado de la acción recíproca en el tercer caso: el de la creatura y nuestra contemplación de ella. Si crees en la simple magia de la vida, si crees que se puede vivir al servicio del todo, presentirás lo que significa esta espera, este quién vive, ese “cuello tendido” de la creatura. Toda palabra falsearía los hechos; ¡pero observa!: en torno de ti viven seres su vida y en cualquier punto adonde te diriges siempre llegas al ser.


BUBER, Martin. Yo y tú. Buenos Aires, Ediciones Nueva Visión, 1969, pp. 18-20.

miércoles, 7 de julio de 2010

Teoría de la lectura (o los libros y los muertos)


Leer es, básicamente, un acto de necrofilia. Nuestra atención se concentra sobre materia muerta, en un ejercicio de adiestramiento inexplicable. Las palabras se continúan, una a una, sin sentido aparente. Todo tiene un orden y el lector actúa siguiendo un libreto o, en el peor de los casos, una imposición. Sin embargo, algo dulce e inesperado surge; algo que brota como chispas, como el primer resplandor de la mañana, como el olor de un cuerpo bajo la lluvia. ¿Qué sucede realmente? Es imposible describir con acierto la serie de operaciones, de artificios y maniobras que, conjugadas, crean el libro. Aquello que estaba muerto resucita. Aquello cuya naturaleza se reducía a fibras de papel o al líquido flujo de la tinta se ha transformado en una voz cálida, descarada, vibrante. No sabría explicar con claridad ese momento. Lo cierto es que donde había uno hay dos. Donde nada había aparece un cuerpo insólito. La lectura se convierte en charla amena. La palabra adquiere una dimensión diferente: es un hablar inmarcesible, un escuchar que se sorprende, un espacio de comunión permanente. El libro, entonces, es habitación en llamas, bosque donde cantan los grillos, mar iracundo, noche estrellada, millones de huellas y gatos caminan por el desierto, abismo donde crecen flores multicolores, cristal por donde no pasa la luz, nieve desesperada, hojas suspendidas en el aire. Y en plena conversación nada importa. Un mundo dentro del mundo habita. Un aire dentro del aire se respira. Y en plena conversación todo importa. El mundo revela su carne verdadera. Revive el aire turbio de este tiempo. Leer es como hablar con los muertos: un ejercicio de amor, un desvanecerse en el aire, un siempre insistir ante lo imposible.

miércoles, 16 de junio de 2010

¿Para qué un blog? (O del retorno)


He estado meses pensando en el sentido de estas líneas. Sé o, mejor dicho, sabía que nada nuevo podía escribir sin antes contestar esta pregunta. Torpemente he vuelto al asunto, desilusionado, falto de fe, muchas veces sin esperanza alguna, sólo por romper el silencio de la página. Sumergido en las miserias de la inacción, ante el solo bullicio de las clases y el trabajo, he querido, sin conseguirlo, una página, he buscado esa página redentora. No diré con desesperación, sí con miedo, tal vez, con cierto remordimiento. Cada palabra, cada frase resuelve, sin saberlo, sin proponérselo, un misterio: una zona indescifrable se revela o, en el peor de los casos, todo se confunde más. La escritura desde esta mirada (sin duda alguna) anacrónica no puede ser, no es nunca, profesión u oficio, aun cuando la expresión obligue al respeto de ciertas formas, a la armonía, a la exactitud, al ritmo o, lo cual es más complicado, al frenesí, al éxtasis, a la liberación sin reparos (aunque tomando las precauciones necesarias para no caer en la insensatez formal o el melodrama, o, más peligroso aún, sin tomarlas). Si en un principio este espacio fue concebido como una escapatoria, como la puerta falsa de un edificio en llamas, como una especie de equilibrio siniestro (una balanza de nervios y carne), una estratagema para controlar mi estado de ánimo, ahora esta aplicación resulta insuficiente.
¿Qué sentido tiene escribir en un espacio que probablemente nadie lea? Sólo un exceso de vanidad o, tal vez, una soberbia desenfrenada puedan ser respuestas apropiadas a esta interrogante. Realmente no sé porqué escribo un blog ni siquiera sé porqué coloco estas líneas que deberían ser una especie de terapia (como si un par de horas frente al teclado fuera suficiente para transformar la rabia que me posee en una escultura de papel). Si supongo que mi sensibilidad acierta al mostrarme alguna imagen de lo que soy, puedo creer que esto tiene algún sentido, aunque sea tan insignificante como el hecho de mantenerme con vida. Intento una respuesta, una vez más:
—¿Para qué un blog?
—Si escribo es porque cada cierto tiempo me urge salir a las calles para caminar sin ruta fija; porque, algunas veces, deseo que la muerte se apodere del mundo; o, porque un frío indescifrable cala mi cuerpo y necesito una fragancia, un brazo, un puñado de cabellos para sostenerlo. Si escribo es porque sufro de una incapacidad de amor que me consume y no encuentro la palabra necesaria para que el planeta entero recobre su armonía. No hay huida (¿exageración acaso?).
—Desde aquí ves el cielo, las nubes que chocan entre sí. ¿No puedes conformarte con esto? ¿Acaso no es suficientemente maravilloso, son necesarias las palabras?
—¿Por qué el miedo invade mi casa en forma de pájaro o se oculta debajo de mi refrigerador o detrás de las flores de plástico de mi sala? Quiero creer que algunas de estas palabras son medicina o agua fresca o, tal vez, un antídoto eficaz. Pero con todo, surge en mí una inconciliable necesidad de respuestas. No quiero vivir, pero tampoco me anima la muerte. Acaso esto sea el limbo. Una esperanza absurda: ¿un habitar en la nada?
—Nada más inútil que la escritura. Son preferibles noches de insufrible tormento a la manía de colocar una palabra tras otra.
—Con una certeza y sin el valor suficiente para materializar ese mundo de sensaciones y electricidad que recorre mi cuerpo. No son sólo las palabras, sino la materia oscura del amor lo que anhelo. He dicho “materia oscura” y no sé si esta expresión signifique algo. No sé si redondee la forma exacta del amor; si sea suficiente no sólo para decirlo, sino para traerlo vivo, verdadero y real frente a nosotros.
—¿Por qué escribes?
—Toda palabra es un cadáver irreconocible de lo que es el mundo. Pero también es un deseo, una promesa, un acto de fe, el amor mismo. (¿Una mentira más, qué importa?).

lunes, 15 de marzo de 2010

martes, 9 de febrero de 2010

Generosidad y desdén


ORTEGA Y GASSET, José. “Amor en Stendhal”. En: Estudios sobre el amor. Madrid, Revista de Occidente, 1957, pp. 111-112.

En el “estado de gracia” —sea místico o sea erótico—, la vida pierde peso y acritud. Con la generosidad de un gran señor, sonríe el feliz a cuanto le rodea. Pero la generosidad del gran señor es siempre módica y no supone esfuerzo. Es una generosidad muy poco generosa; en rigor, originada en desdén. El que se cree de una naturaleza superior acaricia “generosamente” los seres de orden inferior que no le pueden nunca hacer daño, por la sencilla razón de que “no se trata” con ellos, no convive con ellos. El colmo del desdén consiste en no dignarnos descubrir los defectos del prójimo, sino, desde nuestra altura inaccesible, proyectar sobre ellos la luz favorable de nuestro bienestar. Así, para el místico y el amante correspondido, todo es bonito y gracioso. Es que al volver, tras su etapa de absorción, a mirar las cosas, las ve, no en ellas mismas, sino reflejadas en lo único que para él existe: Dios o lo amado. Y lo que les falta de gracia lo añade espléndido el espejo donde las contempla. Así Eckhart: el que ha renunciado a las cosas, las vuelve a recibir en Dios, como el que se vuelve de espaldas al paisaje lo encuentra reflejado, incorpóreo, en la tersa y prestigiosa superficie del lago. […]
El místico, esponja de Dios, se oprime un poco contra las cosas: entonces Dios, líquido, rezuma y las barniza. Tal el amante.
Pero sería caer en engaño agradecer al místico o enamorado esta “generosidad”. Aplauden a los seres por lo mismo que en el fondo les traen sin cuidado. Van a lo suyo, de tránsito. En rigor, les fastidian un poco si les retienen demasiado, como al gran señor las atenciones de los “villanos”.

miércoles, 3 de febrero de 2010

El ensayo según Jorge Valenzuela



He conseguido trabajo. No sé si eso deba envanecerme o sólo se convierta, con el paso de los años, en una explicación lógica de mis desajustes emocionales en este periodo de mi vida. Me encuentro sumido en un estado de insatisfacción, no me dan ganas de hacer nada; sentado en la mesa repito, marco papeles y señales, casi de manera automática; sino no fuera por la Revista seguramente habría quedado convertido en un vegetal o en una piedra fabulosa al costado de los sellos y la tinta (se entiende la ironía?). Falta poco y puliendo detalles y corrigiendo errores vemos que ha quedado más hermosa que antes. Cuando puedo, trato de leer; una que otra sopresa, un verso, una frase, una definición, un adjetivo, algo bonito solamente, algo hermoso realmente; mi vieja costumbre de recolector no ha variado, eso me causa una especie de alegría lamentable ante la disección o el fragmento. Evito los conflictos; que este tiempo árido y unívoco sea unas bienhechoras vacaciones. Me escondo de la escritura. No sé si alguien lee esto; lo único que me alegra (aparte de la argentina) es saber que estás palabras pueden leerse; así me siento menos solo. Por lo menos sé que mi estupidez no ha cambiado.
Lean (leí, leo) estas notas sobre el ensayo; me parecen claras y agudas. Espero sirvan para algo.



VALENZUELA GARCÉS, Jorge. “El ensayo latinoamericano del siglo XIX”. En: Literatura Hispanoamericana B. Lima, UNMSM-Facultad de Educación, 2009, pp. 21-22.

El ensayo como género literario establece un modo de escritura en el que el sujeto proyecta su subjetividad en torno a un tema. En esa dirección, el ensayo permite que el escritor, en esa relación que se establece con el objeto de la escritura, construya una identidad móvil y abierta al descubrimiento, una identidad que se ve afectada por la aproximación a ese objeto de estudio. Es inevitable, por lo tanto, que el escritor plasme lo singular de su subjetividad y que en esa aproximación personal se afecten y cambien sus valores o su punto de vista.
El ensayo es el género que fomenta la individualidad y el establecimiento de la autonomía e independencia del sujeto a partir de la expresión de una conciencia libre. En ese sentido el ensayo, como ningún otro género, es, también, un operador de ciertas capacidades intelectuales asociadas con el cambio, con lo nuevo y por cierto con la creación de nuevos escenarios y posibilidades.
El ensayo se inscribe en un movimiento de búsqueda, de cuestionamiento y de apertura. Su aproximación al tema, por lo tanto, es abierta y en algún sentido infinita, libre, inagotable. No busca, como en la investigación científica, probar algo de manera irrefutable. Su campo es el de la argumentación, el de la persuasión en el que las razones se presentan para convencer, para ganar la adhesión de alguien a una causa o posición. El ensayo puede apelar a fuentes autorizadas, pero normalmente no lo hace porque el punto de vista del escritor filtra toda la información recibida o relacionada con el tema, es decir, la procesa y subjetiviza.
El ensayista debe trabajar el tema apelando a la veracidad. Puede utilizar cualquiera tono, recurso retórico o estrategia, pero no debe confundir su campo con el de la ficción. El ensayista debe entender que, después de todo, el producto de su reflexión es una propuesta, un texto que dialoga con los lectores y que ese diálogo está marcado por la necesidad de construir un campo de expectativas útiles, funcionales, productivas. Por ello no debe olvidarse que el ensayo establece un diálogo con el presente, con la actualidad, con aquello que alimenta nuestra problemática en cualquier campo.
Formalmente el ensayo emplea un tono confidencial en el que el diálogo con el lector es importante, por lo tanto privilegia la función apelativa. Aunque marcado por la subjetividad, el lenguaje debe ser claro y enfático; no olvidemos que el ensayo busca convencer y que esto sólo se consigue con ideas o argumentos articulados a una posición.
Entre nosotros, el ensayo es la modalidad literaria a través de la cual se exponen y fundamentan ideas cruciales relacionadas con el destino de nuestras naciones. Si bien es cierto que en el romanticismo el ensayo se confunde con la novela, como en el Facundo de Rodó, durante la hegemonía realista esta confusión dejará paso a un discurso más acendrado y claro en el que las posiciones adoptadas estarán fuertemente sustentadas en conocimientos de naturaleza política, económica, social y cultural.
Los ensayistas hispanoamericanos, en este sentido, son esencialmente hombres de letras y a la vez líderes políticos. Figuras como José Martí o Manuel González Prada confirman el hecho de que la literatura, en su modalidad ensayística, podía convertirse en un instrumento de cambio, en un movilizador de las conciencias.

domingo, 3 de enero de 2010

El monstruo sin nombre de Emile Sebe (extraído de Monster, la serie)

Érase una vez un país muy lejano, un monstruo sin nombre.El monstruo deseaba un nombre con todas sus fuerzas y decidió salir de viaje en busca de uno.Pero el mundo es grande asi que se dividió en dos para continuar el camino.Uno fue al este y el otro al oeste.El monstruo que fue al este encontro una aldea y alli encontro a un herrero.
-"Señor Herrero por favor dame tu nombre, si me lo das te hare más fuerte"
el monstruo se introdujo en su cuerpo y se convirtio en Otto el herrero.
Otto era el hombre mas fuerte de la aldeapero un dia
-"Miradme! Miradme!" "Mirad que grande se ha hecho el monstruo en mi interior"
"Grush grush","ñam ñam","grumpf grumpf","glup"
Y el monstruo se lo comió desde dentro y volvió a ser un monstruo sin nombre.
Lo mismo le ocurrio a Hans el zapatero y Tomas el cazador.El monstruo encontró un castillo donde había un niño enfermo
-"Si me das tu nombre te haré mas fuerte"dijo el monstruo.-"Si me haces recuperar de mi enfermedad te lo daré" dijo el niño.
El monstruo se introdujo en el niño y este se recuperó.El rey estaba muy contento:
-"¡El principe se ha curado!""¡El principe se ha curado!"
Al monstruo le gustaba el nombre del niño y la vida en el castillo.El hambre del monstruo era muy grande, sin embargo se contenía.
Aunque cada día tenia más hambre, se contenia.Asi que el niño se comio a todos los habitantes del castillo porque el monstruo ya no podia con su hambre.
-"Miradme! Miradme!" "Mirad que grande se ha hecho el monstruo en mi interior"
"Grush grush","ñam ñam","grumpf grumpf","glup"
Cuando no quedo nadie se fue del castillo y caminó y caminó durante varios dias.Un dia se encontro con el monstruo que fue al Oeste
-"Ya tengo un nombre, es un nombre muy bonito"- Dijo el niño
El monstruo que fue al oeste dijo:
-"No necesitas un nombre, puedes ser feliz sin uno, al fin y al cabo somos monstruos sin nombre"
El niño se comio al monstruo que habia ido al oeste.
Y aunque habia conseguido por fin un nombre, no habia nadie que pudiera llamarlo por su nombre aun siendo Johan un nombre muy bonito.