martes, 26 de octubre de 2010

bosque en llamas (o una carta de despedida)



Yo también soñé aquella anoche: te vi, me vi, envueltos en la niebla. ¿Qué puedo decirte que no sepas? Tengo miedo (también soñé el miedo), pero las palabras son las mismas. Debería hablar del tiempo, de su capacidad de aniquilarnos; debería hablar de tus ojos, de tu piel o acaso de la oscura brisa que mueve tu pelo. Debería, pero no puedo. En mi sueño tú (o yo) me perseguía. En mi sueño ambos estábamos ocultos y un charco de sangre surgía bajo nuestras pisadas. En mi sueño tú (y, tal vez, yo) éramos reales. En mi sueño nos unimos en un abrazo mientras la fiebre y la locura se apoderaban de nosotros. Vi una cascada, vi un bosque en llamas, vi el cuerpo de miles de personas hundidas en un fango rojo e invulnerable, vi también tus pulmones, su recia coloración: toqué cada uno de tus órganos, viajé por tu sangre y cada bocado de oxígeno tuyo fue una fiesta para mí. Acabada la noche, despierto, me contemplo desterrado de aquel reino y me pregunto qué significó esa última frase. Nada ha quedado de nosotros. Nada de lo que somos en este momento se equipara a ese sueño. El humo y las flores de mi jardín no existen; no existe tampoco la aspereza de tu manos, ni la luz te rodea, ni sangras al anochecer. Un espejismo el dolor. ¿Un espejismo? ¡Un espejismo el dolor! No hubo alegría, ni tú ni yo sonreímos, ni tú ni yo ha despertado; seguimos encerrados acá, en esta morada carne. Camino confundido y escribo algo que sea una señal de auxilio, una esperanza; debo creer que al otro lado, donde habitas, un pájaro canta sobre la rama más alta y tú entiendes cada una de sus palabras, aunque no signifiquen nada.

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