lunes, 15 de noviembre de 2010

Un borrador inacabado


Desde que Nicole abandonó el cigarrillo su corazón no hubo de encontrar reposo. Supo que no solo la boca se le entumecía, sino que sus pulmones golpeaban contra su caja toráxica con una presión y fuerza inusitadas. El aire, su aire, la envolvía en una neblina, toda perdida, casi sin ojos y casi riéndose. Los primeros días desconoció el miedo, tampoco percibió la desesperación; al terminar la semana la puerta cerrada de su cuarto y los indefensos maullidos de su gato eran la única evidencia de su estadía en casa. Nicole entendió, con extremo dolor, que cada vez que la saliva ingresaba por sus fosas nasales y encontraba cierta resistencia en sus papilas gustativas era el inicio de una tempestad que solo podía encontrar algún tipo de auxilio en los choques desmedidos contra la pared. Lanzarse contra los muros de su habitación, no importaba si terminaba con la cabeza rota o con la blusa llena de sangre, era lo más cercano a un antídoto: solo el dolor podía aliviar, en algún grado, minúsculo para hablar con la verdad, ese fuego interno que envenenaba su cuerpo.
Su familia al principio quiso prestarle algún tipo de ayuda: un viejo amigo médico (amigo de un amigo en realidad, casi un desconocido); internarla en un lugar acogedor donde el sudor y el flujo continuo de saliva fueran morigerados; tal vez, dedicar horas y a horas a acompañar su dolor, y mirarla y mirarla. El entusiasmo terapéutico no duró más de uno o dos días a lo mucho. Nicole se sorprendió (¿por qué no debía de hacerlo?) al constatar la poca disciplina familiar de cada uno de sus parientes. Vio, con calma al principio, antes de que una nube oscureciera su mirada, cómo las atenciones de sus padres, hermanos y tíos se desvanecían en cuestión de horas. Del desayuno a la cena una serie de pactos y convenios silenciosos se habían firmado, sin que ella se enterara. Cada vez que su “incomodidad” comenzara, ellos pondrían música a todo el volumen posible, cerrarían todas las ventanas y puertas y cualquier espacio, por pequeño que fuera, que comunicara con el exterior. Solo la música, que variaba, según el interés, el gusto y la caridad (que ellos llamaban, de modo alturado, “amor”) del guardián de turno, amo y señor del equipo de sonido.
En dos semanas, los vecinos comenzaron a odiar, de un modo sincero y natural, a la familia de Nicole. Ninguno de ellos podía comprender cómo una familia decente era capaz de destruir la calma y armonía del vecindario iniciando una orgía musical, una mixtura de “ruidos” (esa fue la palabra que usaron, por lo menos hasta el tercer día) sin orden ni concierto, y sin ninguna consideración con los demás. Que la música iniciara al medio día, en la mañana, después de la hora de almuerzo era algo comprensible, pero que la madrugada y las sagradas horas de descanso fueran intervenidas con tal descaro solo revelaba la animadversión, la mala sangre, la actitud despiadada y poco noble de “aquellas personas”. Ninguno supo qué hacer; ninguno intentó hacer nada, por lo menos las dos primeras semanas, aunque cada día la situación se hacía más intolerable, y la imagen de la venganza rondaba no por pocas cabezas. La violencia se convirtió en la acompañante de todos, antes y después de despertarse, en el almuerzo y el desayuno, en cada minuto de su vida no podían dejar de pensar en cómo la divinidad castigaría a esos infelices. Al pensarlo, al mascullarlo, sus ojeras se hinchaban y su rostro pálido por la falta de sueño adquiría una tonalidad pálida, extremadamente hermosa si se veía a contraluz.
Nicole, para ese entonces, ya había destrozado su mesa de noche y el espejo de la pared; todo tenía un aura gris, sus sábanas, sus cuadernos y los pocos libros que habían soportado los accesos de furia que la poseían; también había despanzurrado a cada uno de los peluches que adornaban su cuarto. La habitación poseía una atmosfera rancia, la falta de cuidado había dejado sus huellas en cada pequeño lugar. Nicole cogió un trozo del espejo despedazado, quiso encontrar algo familiar, algo que le dijera que era ella y no otra quien en aquel momento comenzaba a sentir el hincón en el estómago, quien, lo sabía, estaba segura, empezaría a sentir que la cabeza iba a estallar y un reloj sonando como una bomba de tiempo, llena de esquirlas, mugre de animales y tripas rojas y piedrecitas brillantes. No se reconoció, no podía reconocer a la persona que en ese pedazo de vidrio aparecía, casi como un insulto, o una maligna broma. Quiero agua, se dijo. Pero era demasiado tarde, su carne comenzó a apretarse y ella se quebró, primero a un lado, cayó. Intentó levantarse, fue inútil. En el suelo, se retorcía de un lado a otro. Y era como si el timón de un barco gobernado por un demente se zambullera en una tormenta con truenos, miedo, y harta lluvia. Quiso llorar, pero para ese entonces las lágrimas no significaban nada. Probó con las palabras; no respondieron. Su cuerpo empezó a estremecerse y, como cada cuatro horas, se lanzó de frente, sin sentir nada, absolutamente nada, contra la pared. Su nariz estaba rota, pudo sentir cómo su hueso se había hundido. La sangre era también un manantial, nunca su espesor y cantidad habían llegado a ese punto. Pensó que era la sangre de un animal, que ese fluido no podía pertenecer a un cuerpo humano. Y sonrió. En menos de un segundo había vuelto a lanzarse contra el muro. Esta vez había procurado, con la poca técnica que había aprendido en esos días, que sea su cabeza la que recibiera toda la intensidad del golpe. Esperaba caer desmayada de una vez por todas y despertarse al día siguiente para disfrutar del poco tiempo que tenía antes de que surgiera nuevamente el infierno. Esta vez sí deseó con todas sus fuerzas inundarse en llanto. No se había desmayado y un oscuro impulso ya la tenía de pie. Imaginó un espejo, imaginó que era otra. No era su sangre, estaba segura. Y ya estaba otra vez en el piso y contra la pared y en el piso. Esta vez ya no se levantó, en una especie de sueño o en un extraño equilibrio producto del dolor. ¿Dormía? No lo sé. Una sonrisa, o algo parecido, había brotado en su rostro.
Su familia ni siquiera imaginaba, no quería imaginar, qué es lo que pasaba en la habitación de Nicole. La música era suficiente, como suficiente era la comida en la mesa o el sol al mediodía. Desconocían el sueño desde hace dos semanas, no se hacían problemas, con tal de que

No hay comentarios: