domingo, 21 de noviembre de 2010

Con urgencia


Debí hablarle del tiempo, de su infalible capacidad de tortura, de las flores que avecinan nuestro cuarto, del color amarillo de su blusa. Debí decirle que cuando veo la luna me duele el corazón, mi estómago vuela y cae sobre la nieve, el rojo vaivén de mis pulmones me acera el pecho y la garganta. Debí asegurarle que nada de esto es real, sino una inagotable e insensata trampa que nos apresa y hiere. No lo he hecho. Me he limitado a susurrarle al oído mi odio infinito, mis ardientes ganas de estrangularla. Ella no ha sabido qué contestarme, se ha quedado atrapada en un tiempo fatal y estático. Me mira como si desconociera quién soy.

—Nicole, estás bien —digo sin convicción, solo por cumplir, solo por comprobar que no me escucha. Sé que no va a decir ninguna palabra, nunca lo ha hecho. No debe, no quiere, no puede hablar. La abrazo, y miento en el abrazo. Un cuerpo pegado a otro cuerpo sin sinceridad, ¿qué mayor muestra de maldad?

—¿Crees que soy malo, Nicole? —digo, mientras sus grandes ojos café se percatan de mi sonrisa. Aún abre más los ojos, como si descubriera una hoguera detrás de una tormenta de nieve. ¿Es espanto? Un grito recorre su mirada. ¿Acaso sabe algo? Está perdida, en un territorio lleno de árboles y fieras, animales moteados, de delgadas extremidades, que se avientan sobre su presa, que muerden en la nuca, en la columna, para evitar que su víctima se mueva, mientras se la comen viva; no anulan su conciencia, desean que estén despiertas, que conozcan el horror de saberse todavía vivos, hasta el final.

—¿Qué has encontrado, Nicole? Dime —me mira extrañada. Aún puede sostenerse, con mucho esfuerzo; si no estuviera abrazado a ella, caería de manera irremediable, caería como una piedra que se hunde en un pozo. ¿Eso significa ser poderoso: evitar que alguien caiga? Ya no puedo sonreír. Algo se ha quebrado en mi interior. Cojo mi libreta, busco una página en blanco, se la entrego, junto a un bolígrafo.

—Toma, muñeca. Ahora vas a escribir aquello que has visto. Vamos, hazlo, sin miedo, Nicole —observo cómo me mira, a mí, no al papel. No entiende. No deja de mirarme. Me siento mal. La libreta y bolígrafo caen de sus manos. El sonido que hacen al caer es lo último que escucho.

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