—Nicole, estás bien —digo sin convicción, solo por cumplir, solo por comprobar que no me escucha. Sé que no va a decir ninguna palabra, nunca lo ha hecho. No debe, no quiere, no puede hablar. La abrazo, y miento en el abrazo. Un cuerpo pegado a otro cuerpo sin sinceridad, ¿qué mayor muestra de maldad?
—¿Crees que soy malo, Nicole? —digo, mientras sus grandes ojos café se percatan de mi sonrisa. Aún abre más los ojos, como si descubriera una hoguera detrás de una tormenta de nieve. ¿Es espanto? Un grito recorre su mirada. ¿Acaso sabe algo? Está perdida, en un territorio lleno de árboles y fieras, animales moteados, de delgadas extremidades, que se avientan sobre su presa, que muerden en la nuca, en la columna, para evitar que su víctima se mueva, mientras se la comen viva; no anulan su conciencia, desean que estén despiertas, que conozcan el horror de saberse todavía vivos, hasta el final.
—¿Qué has encontrado, Nicole? Dime —me mira extrañada. Aún puede sostenerse, con mucho esfuerzo; si no estuviera abrazado a ella, caería de manera irremediable, caería como una piedra que se hunde en un pozo. ¿Eso significa ser poderoso: evitar que alguien caiga? Ya no puedo sonreír. Algo se ha quebrado en mi interior. Cojo mi libreta, busco una página en blanco, se la entrego, junto a un bolígrafo.
—Toma, muñeca. Ahora vas a escribir aquello que has visto. Vamos, hazlo, sin miedo, Nicole —observo cómo me mira, a mí, no al papel. No entiende. No deja de mirarme. Me siento mal. La libreta y bolígrafo caen de sus manos. El sonido que hacen al caer es lo último que escucho.
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