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viernes, 24 de junio de 2011

Obra maestra




Bajo una lluvia empecinada, una tarde de otoño de 1968, el afamado crítico literario Augusto Ponge anunció que iba a dedicar el resto de su vida a la elaboración de una obra que recorriera la historia de la humanidad y el sentido de su existencia; el infinito, el cuerpo y la memoria iban a ser los pilares de este ejercicio de escritura que, según sus propias palabras, “se convertiría en su legado para la posteridad”. Muchos de los asistentes a la conferencia de prensa quedaron pasmados, y algunos, incluso, no durmieron esa noche después de la asombrosa noticia. Los admiradores de la obra crítica de Ponge le enviaron cartas de aliento, donde en unas pocas líneas expresaron su admiración y aprecio por un intelectual que “había contribuido al engrandecimiento de las humanidades en su patria”. También llegaron a su departamento arreglos florales, electrodomésticos, innumerables libros y obsequios varios, ante lo cual Ponge no hizo sino ruborizarse. Pocos días después publicó una nota de prensa donde pedía encarecidamente a sus admiradores que dejaran de enviarle cualquier tipo de objeto, ya que, literalmente, no entraba una pluma más en su hogar.
Para evitar cualquier interrupción, a los dos meses Ponge se mudó a su casa de campo, a las afueras de la ciudad. El inicio de su obra requería una atmósfera apropiada: sólo el silencio y la paz del bosque podían brindarle las condiciones que necesitaba. En realidad, se supo después, Ponge inició una búsqueda espiritual; sobre la base de una disciplina férrea, el célebre autor de El pensamiento aristocrático: las trampas del estilo en Platón, Nietzsche y Ortega y Gasset hurgó en su interior para encontrar la piedra de toque de su monumental obra. Según afirmaron allegados a su persona, se encerró para encontrarse a sí mismo. Tamaña tarea requería una concentración y convicción inexistentes en una persona común. Este encierro duró aproximadamente un año. Ponge mismo le envió una carta a un colega y amigo suyo —el también escritor y crítico literario Federico Quiroz— donde afirmaba “haberse encontrado a sí mismo” y sentirse “lo suficientemente seguro para iniciar su arduo trabajo”. A partir de ese momento las cartas a Quiroz se convirtieron en el único nexo entre Augusto Ponge y el mundo exterior, es decir, todos aquellos que estaban excluidos de su obra magna. Quiroz, en una entrevista publicada en una conocida revista del medio, Dédalo, confió que “Ponge se ha dispuesto un riguroso cronograma de trabajo: todos los días de ocho de la mañana a tres de la tarde se dedica exclusivamente a la escritura de su libro […], los tiempos de refrigerio y descanso duran apenas diez minutos, y se dan solo dos veces en la jornada, exactamente a las once de la mañana y a la una de la tarde, ritual que se repite diariamente, porque, eso sí, Ponge no descansa ni los domingos”.
En sus cartas, Ponge también se muestra abrumado por el desorden que reina en su casa, le confiesa a su fiel amigo Quiroz (que a la muerte del genio se convertiría en su albacea literario) que le “parece lamentable tener que ocuparse por el orden del mundo cuando la ordenación del cosmos, que es el corazón de mi proyecto, se da día a día en las páginas que transcribo”. Quiroz, siempre perspicaz a los designios del maestro, intuyó que era necesario enviarle un ama de llaves cuanto antes. En una semana, consiguió y embarcó a una muchacha modesta y ligeramente hermosa —con la clara intención de no perturbar el ritmo de su escritura—. Ponge recibió la noticia con agrado, más aún cuando contempló a la muchacha; le encomendó el cuidado de la casa, su limpieza y organización, y le entregó un manojo de llaves —excepto aquella que abría la puerta de su despacho, espacio donde se realizaba su digna tarea—. Cuando la joven entró a la cocina, revisó el baño e inspeccionó las habitaciones ya había anochecido; cogiendo una vela, que resaltaba las facciones de su rostro que delataban asco o aturdimiento o rabia, recorrió toda la casa. A la mañana siguiente, mientras Ponge escribía febrilmente, ella limpió, trapeó, repuso, compensó las formas perdidas y devolvió la claridad a esa pequeña casa abandonada en el bosque. A las tres de la tarde en punto, cuando Ponge abrió la puerta de su despacho, percibió el delicado aroma que se había apoderado de sus aposentos. Meses después, Ponge le escribió una afectuosa carta a Quiroz donde le agradecía por la “brillante idea que has puesto en práctica: he pensado (aún no lo he decidido) dedicarte mi libro”. Quiroz cuenta en sus memorias que cuando leyó esas líneas casi se quiebra en llanto.
Habían pasado casi diez años desde que Ponge se encerrara a escribir su primera y única obra. Durante ese lapso de tiempo Alfaguara ya había comprado todos sus derechos, según se sabe, a un precio muy alto para un texto del cual no se conocía aún ninguna página. Fue por esas fechas que el especialista ruso Vladimir Karanog, mundialmente reconocido por sus trabajos sobre Franz Kafka, Thomas Mann y Gustave Flaubert, publicó un celebrado artículo titulado “La escritura infinita: apuntes sobre la novela inédita de Augusto Ponge”. En setenta y cinco páginas, y con letra muy apretada, Karanog sostenía la tesis de que “no cabe ninguna duda: Ponge está escribiendo una novela. Lo demuestra la predilección novelística que ha primado en sus trabajos críticos”. Karanog realizó un recuento agudo, preciso y riguroso, incluyendo en su análisis textos de ubicación imposible. Ponge nunca había dicho con exactitud a qué género pertenecía su libro: era una novela, según Karanog, no cabía duda alguna. Quiroz envío la traducción del artículo a Ponge, quien nunca afirmó ni negó las ideas de Karanog. Se supo que acompañado por su ama de llaves, un atardecer, mientras bebía café, después de haberlo ojeado por un par de minutos, Ponge lanzó el artículo por la ventana hacia el jardín, justo sobre abono que alimentaba un bellísimo rosal. Esta anécdota que se filtró, nadie sabe cómo, dividió a la crítica especializada. Para Karanog y un grupo importante de renombrados estudiosos internacionales no cabía la menor duda: Ponge había sido descubierto, su propósito había sido revelado por el vibrante ojo crítico del hermeneuta ruso. Para todos aquellos autores que aborrecían del estilo y de las ideas de Karanog la acción de Ponge no significaba más que el rechazo llano y brutal del maestro ante un análisis famélico y endeble. El abono y el rosal fueron objeto de una exégesis prodigiosa por muchos especialistas, que se habían convertido en los comentaristas de una obra todavía inexistente.
El corpus crítico sobre la obra de Augusto Ponge creció de manera desmesurada en los diez años siguientes. Fueron capitales para la historia de la recepción crítica de la obra el estudio que le dedicó la exégeta chilena Claudia Reyes, Poesía y tiempo: análisis narratológico de los ensayos de Augusto Ponge (fue notable la acerada polémica entre Reyes y Karanog: la crítica chilena denunció “el abuso logocéntrico y la lógica binaria que predominan en el artículo del crítico ruso; Karanog no ha descubierto el género, lo ha impuesto”), y el brillante ensayo de Eliot Justan, “Los fragmentos de la verdad”, donde argumentaba a favor de una obra posmoderna, en la cual el fragmento es la base de cualquier totalidad estética. Para Justan el ejemplo más evidente de esta obra era la “escritura incandescente y ascética de Augusto Ponge”. Quiroz, por medio de envíos y correos constantes, informó a Ponge sobre todo lo que sucedía, de manera pormenorizada. No hubo artículo, ensayo, reseña, documental, crónica, libro o compilación de la cual Ponge no tuviera noticia. Él jamás se pronunció. Había alcanzado, según cuenta Quiroz en sus memorias (que fueron un éxito de ventas y se convirtieron en poco tiempo en uno de los best sellers más importantes de la historia editorial de su país), “un estado espiritual tal que nada, absolutamente nada, podía perturbarlo. Había superado a la naturaleza. Había superado al mundo. Todo su ser se concentraba en cada una de las páginas de su obra maestra. Poco le importaba si era una novela, un libro de relatos, un extenso poema en prosa o un conjunto de aforismos, o incluso todo eso unido en una vertiginosa maraña de espíritu y sangre”.
Ponge se negó a publicar cualquier tipo de anticipo: había llegado a la certeza de que su escritura solo podía concluir, de manera magistral, con su muerte. Años después, cuando Quiroz publicó el correo que mantuvo con el maestro, se hizo célebre el siguiente fragmento:




La escritura es un universo disperso. El sentido atraviesa todo cuerpo. La palabra revive la naturaleza y la energía. Todo aquello moribundo y cárdeno resucita de manera milagrosa a través de la palabra. Mi escritura es el infinito. El infinito existe para caber en mi escritura. No soy yo. El autor no existe. No soy yo. Es la palabra vital. No soy yo. La escritura es la sangre del universo. El poeta, el narrador, el escritor no hacen sino capturar y obsequiar una forma bendita y sacra al mundo: el mundo es el único autor de lo imposible. La palabra va unida a la boca del hombre. Solo el amor y la muerte concluyen cualquier obra de arte. Mi escritura no hace sino cumplir con este designio que me he impuesto a mí mismo. No hago sino ejecutar el destino del ser humano.

Este párrafo fue citado innumerables veces y, tal vez, fue el responsable de la segunda arremetida de la crítica. Se discutió fervientemente sobre el significado del término “universo”, “escritura” y “autor”. Para muchos, Ponge no sólo había renovado la escritura creativa en todo el continente, sino había transformado la crítica, creyeron percibir en sus cartas una clara tendencia posestructuralista, digna de Foucault o Derrida. Ponge inyectó nuevas energía a la literatura nacional. En pocos años se convirtió en referencia ineludible en cualquier curso de literatura universal del siglo XX. Todo aquello que estuviera relacionado con él fue estudiado, analizado, seccionado, disecado por los estudiosos de la literatura. Las universidades europeas lo consignaron como uno de los principales renovadores de la escritura contemporánea. “Su ambición desmedida y su prosa imposible son un ejemplo a seguir por la novel generación de escritores”, afirmó el ya muy enfermo y viejo Karanog, quien había dedicado la mayor parte de su vida a descifrar la “misteriosa y punzante pluma del más complejo escritor de nuestro tiempo”. En el 2010, Ponge tenía noventa y cinco años y fue invitado al Congreso Internacional Ficción e Identidad en la escritura de Augusto Ponge (el vigésimo sétimo que se realizaba sobre su obra), evento que se llevó a cabo, con el afán de homenajearlo, en la prestigiosa Universidad de Kalicrabia. En la justificación del Congreso se afirmaba que “no basta cualquier tipo de homenaje a un escritor que por medio de sus cartas y comentarios [aparecidos en las comunicaciones de Quiroz con la prensa] ha transformado de manera sutil y efectiva la historia literaria de nuestro tiempo: nuestra institución se une al coro que reconoce la valía de uno de los grandes, sino el más, creadores que ha dado esta tierra”.
Ponge, que había rechazado este tipo de invitaciones durante toda su vida, aceptó. Sólo iba a asistir a la última sesión para dar las palabras finales de agradecimiento. Algunos afirmaron que presentía su muerte, esa condición lo obligó a dejar su recinto por primera vez en casi cuarenta y dos años de trabajo incansable. Ponge llegó acompañado por una delgada señora que le servía de apoyo y por un grupo de cuatro muchachos que mantenían un fugaz parecido físico con él. Cuando llegó, el auditorio entero quedó estupefacto, el silencio de apoderó de todos; los ponentes que estaban sobre el estrado callaron y se pusieron de pie y, casi al unísono, todos los asistentes hicieron lo mismo: durante quince minutos todos aplaudieron hasta que sus manos comenzaron a arder, e incluso cuando la hinchazón era más que evidente, algunos persistieron hasta dañarse las muñecas y agarrotarse los músculos. Ponge ni se inmutó ante tremenda muestra de respeto y admiración. Cogido de la mano de esa extraña señora, que era casi un amuleto y que no se separaba ni un solo instante de él, subió al estrado, cogió el micro y quiso decir algo y no fueron palabras sino un puñado de sangre lo que brotó de sus labios. La concurrencia entró en shock: Ponge, que ni siquiera en ese momento separó su mano de la mujer que lo acompañaba, cayó sobre la mesa de ponencias: cayó como cae un bulto, como cae un pedazo de yeso sobre el pavimento. Su sangre se extendió por toda la mesa, la señora hacía lo imposible por revivirlo. Casi de inmediato subió a la tarima un hombre que dijo ser médico e inspeccionó al genio. Su rostro se deformó en una mueca terrible: había muerto. El viaje había sido demasiado para él, era más que evidente. Obligarlo a realizar tan terrible periplo a la edad que tenía había sido algo descabellado.
El país entero se sumió en un luto que duró meses. Casi todas las casas del país, conocedoras del valor y de la calidad literaria de Ponge, izaron una bandera negra en señal de duelo. En el testamento de Augusto Ponge, “el escritor más universal de nuestra tradición literaria”, se estipuló con claridad que solo Federico Quiroz podía acceder a sus papeles inéditos. Quiroz, que ya anticipaba ese honor, asumió su rol, no sin una falsa modestia. Él (por lo menos eso pensaba) era también, en parte, artífice de esa obra maestra. Apenas recibió la llave del despacho de Ponge, subió a su automóvil y durante dos días manejó sin parar ni dormir. Cuando llegó a la casa de su amigo, descendió sin mostrar el mínimo cansancio. Lo recibió la misma mujer que había acompañado al maestro en sus últimos momentos, llevaba un vestido negro larguísimo: solo en ese momento reconoció sus facciones, sus rasgos, su rostro lo regresó en el tiempo y no pudo negar lo evidente. En el jardín, dentro de la casa y en el patio interior corrían algunos niños semidesnudos y felices, presas de una algarabía inquebrantable. Quiroz entró y al ver a alguno de los muchachos que habían asistido a la ceremonia, al ver el luto que portaban y la tristeza de sus rostros, comprendió en el acto. No pensó. No dijo nada. Se redujo a señalar la puerta del despacho y, ante la aprobación de la mujer, se dirigió expectante hacia ella, con la llave en la mano.
Sus manos temblaban, el mero contacto con la llave lo mantenía en vilo: abrió la puerta y no encontró, como esperaba, un altar ni un mueble donde las páginas escritas por Ponge reposaran. Desperdigadas, pegadas sobre los muros, debajo de los muebles y encima de ellos una cantidad inaudita de páginas poblaban la habitación. No se podía ni siquiera caminar sin vulnerar algún precioso papel. Quiroz tenso y ávido por sorber aquella escritura que había querido descubrir hacía años, sabiendo que el raro honor de la primera lectura le correspondía a él, y únicamente a él, cogió el primer papel que tuvo a la mano, lo recorrió con calma, contempló una a una las letras, completó la frase y quedó extasiado. Comenzó a revisar la segunda frase: se detuvo, pensó, dudó. Reinició la lectura. La tercera y la cuarta frase se continuaban sin dificultad y la quinta y la sexta y la sétima. Molesto dejó de leer y arrojó al piso la página intacta e intachable. Cogió al azar otra y otra y otra. Su desconcierto no podía ser mayor, no importaba cuál de ellas levantara todas, absolutamente todas, decían lo mismo. Con una letra clara y con un pulso constante, una y otra vez, la misma frase surgía: Quiero escribir. Quiero escribir. Quiero escribir.

viernes, 26 de noviembre de 2010

(Qué cursi)


No es amor, estoy seguro.

¿Cuántas veces tengo que repetirlo para que sea real?

El peso de una palabra convierte las cosas, las transforma, las vuelve verdaderas.

Una vez, cuando era pequeño, me perdí en un bosque. Todo era desconocido en ese viaje extraordinario. No recuerdo cómo llegué allí. No recuerdo ni siquiera el bosque. Pudo ser incluso solo una imagen de tiza, en algún oscuro muro de mi ciudad, que por una extraña razón terminó fija en mí, impresa en mi piel como las marcas que dejan la lluvia sobre la arena del desierto

que solo recuerdo porque sí. Sin embargo, estuve ahí. Contemplé aquellos árboles y sus sombras vacilantes. Recuerdo aún el viento y el sonido del agua, su cuerpo en desplazamiento. No pensé. Me quedé sentado, sin ganas de que me encontraran. No lloré. No supliqué. Mientras estuve perdido, no encontré ninguna palabra. Todo fue silencio y reconciliación. Nadie puede imaginar las palabras de un niño arrepentido de su existencia. Quise ser como esos árboles, como esa agua que se extendía, sin conocer principio ni final. Quise estar en todas partes, ser el agua, la flor y el ave al mismo tiempo. Quiero ser dios, quiero ser dios, repetí y también repetí. Deseando que Dios fuera esa palabra, que decir dios fuera lo mismo que invocarlo, que traerlo a esta realidad finita y triste y lamentable. Si repites un nombre, una frase, con insistencia se convierte en realidad creí en ese momento, a mis siete años, cuando no me daba cuenta de que, efectivamente, dios era ese río, esa flor y esa ave, y que decirlo era alejarse de él.

Ya no quiero repetirlo: un reino de paz necesito.

Agonizo y soy ahora una mancha de café sobre una tela luminosa, el vaivén de una hoja que cae desde hace horas. Miro las estrellas, aunque sé que es inútil; me parece que el cielo guarda un secreto, un orden siniestro, el orden que organiza mi cuerpo, que hace que mis manos y mis venas estén ahí y sean mis manos y mis venas.

Me miro las manos: son duras y toscas.

Una vez una mujer me contó que había tocado las manos de un artista, me dijo que eran suaves, tersas, dóciles, sutiles para el amor. Sentí vergüenza. No puedo ser sino un animal enjaulado. Mis manos no pueden ser sino duras, no fuertes, duras —también lamentables— como dios o el viento, como las ganas de llorar esa noche, perdido en el bosque, cuando recordé que el frío y la nieve nunca pudieron atravesar el abrazo de mi abuela y que mi abuela no estaba, que el agua que corría no me podía decir más que el vapor del agua calienta

pan crocante y tierno y tibio, hecho de amor y harina,

que las flores no solo forman parte del paisaje sino también habitan en nuestra sangre y en cada una de las partes de nuestro cuerpo. Cuando el silencio ya no basta, cuando es necesario volver al ruido, porque el ruido es también una divinidad que se prolonga en las palabras de los hombres, preferí a mi abuela, y abandoné a dios.

sábado, 2 de octubre de 2010

Un comentario y una respuesta

4 de febrero de 2010 09:13

Muy interesantes apuntes sobre la pelicula en sí y lo que la rodea. Me llama la atencion lo que mencionas sobre la fe. Eso explicaría muchas de las preguntas que me hago sobre por qué hacemos lo que hacemos, sobre qué nos mantiene andando y mirando en una direccion. Acerca de la película y su final, me recordó otra, no de monstruos, sí con una trama similar y un desenlace casi idéntico: Miracle Mile. Una pareja circunstancial se encuentra en medio de una catastrofe para al final morir juntos. Se puede hacer un analisis de la sociedad, del orden, de los principios, todos enfrentados como bien dices a un evento absurdo, y ver cómo algunos de esos "principios" se desmoronan o son facilmente cuestionables. Pero creo que al mismo tiempo estas películas dejan ver que por encima de la destruccion de todo, de lo material, del orden y las ideas, siempre está ese espiritu humano que se manifiesta por medio de la solidaridad y el deseo desintereado de ayudar y estar con alguien mas. Suerte!!!


Respuesta

Gracias por tu comentario. Como soy muy descuidado he dejado el blog por un buen tiempo (aparte de que estoy en una sequía, no de ideas, sino de coraje, voluntad y energía para ponerme a escribir).

Pienso que la diferencia entre la fe y la razón, como movilizadores de grupos sociales, radica en que la primera no distingue entre visión de mundo y acción. La fe supone actos y rituales; la naturalización de estos la configuran y constituyen. La fe se mueve siempre en tiempos y niveles distintos; siempre es presente y futuro, no un futuro de posibilidad, sino del presente que es y será. Esto involucra también una construcción del pasado, una redefinición para el futuro. El pasado funda el futuro. El presente es un tiempo sumido en aquello que (todavía) no es. Sin duda, supone también una suerte de sensación (yo diría incluso sensualidad) compartida. La fe organizada con fines políticos no solo "disciplina" el cuerpo, lo convierte en un espacio de éxtasis y comunión, entendido esto en un sentido productivo. Se busca procesar el discurso en sensibilidad. Desde ese punto de vista, no es solo una creencia, sino una fuerza "cósmica" que busca unir todo.
Gracias, por la recomendación de la pela; tenlo por seguro que la buscaré. Sobre lo último que mencionas, no estoy de acuerdo. Sin duda se trata de una lectura válida. Pero, por lo menos en Cloverfield, esto evidencia una suerte de compensación narrativa; la cámara en mano altera la forma de la película: es la película de una película, una cinta personal, una grabación militar, el documento de una catástrofe. Cualquiera de estos días voy a publicar la versión final de ese ensayo; aunque en realidad son fragmentos sueltos en torno a la película, que llegué a publicar en mi revista, Estereograma (lo que dicho sea de paso no me enorgullece). De hecho que hay cosas que son pura especulación. Ojalá podamos retomar la conversación en alguna oportunidad.

Suerte!

miércoles, 3 de febrero de 2010

El ensayo según Jorge Valenzuela



He conseguido trabajo. No sé si eso deba envanecerme o sólo se convierta, con el paso de los años, en una explicación lógica de mis desajustes emocionales en este periodo de mi vida. Me encuentro sumido en un estado de insatisfacción, no me dan ganas de hacer nada; sentado en la mesa repito, marco papeles y señales, casi de manera automática; sino no fuera por la Revista seguramente habría quedado convertido en un vegetal o en una piedra fabulosa al costado de los sellos y la tinta (se entiende la ironía?). Falta poco y puliendo detalles y corrigiendo errores vemos que ha quedado más hermosa que antes. Cuando puedo, trato de leer; una que otra sopresa, un verso, una frase, una definición, un adjetivo, algo bonito solamente, algo hermoso realmente; mi vieja costumbre de recolector no ha variado, eso me causa una especie de alegría lamentable ante la disección o el fragmento. Evito los conflictos; que este tiempo árido y unívoco sea unas bienhechoras vacaciones. Me escondo de la escritura. No sé si alguien lee esto; lo único que me alegra (aparte de la argentina) es saber que estás palabras pueden leerse; así me siento menos solo. Por lo menos sé que mi estupidez no ha cambiado.
Lean (leí, leo) estas notas sobre el ensayo; me parecen claras y agudas. Espero sirvan para algo.



VALENZUELA GARCÉS, Jorge. “El ensayo latinoamericano del siglo XIX”. En: Literatura Hispanoamericana B. Lima, UNMSM-Facultad de Educación, 2009, pp. 21-22.

El ensayo como género literario establece un modo de escritura en el que el sujeto proyecta su subjetividad en torno a un tema. En esa dirección, el ensayo permite que el escritor, en esa relación que se establece con el objeto de la escritura, construya una identidad móvil y abierta al descubrimiento, una identidad que se ve afectada por la aproximación a ese objeto de estudio. Es inevitable, por lo tanto, que el escritor plasme lo singular de su subjetividad y que en esa aproximación personal se afecten y cambien sus valores o su punto de vista.
El ensayo es el género que fomenta la individualidad y el establecimiento de la autonomía e independencia del sujeto a partir de la expresión de una conciencia libre. En ese sentido el ensayo, como ningún otro género, es, también, un operador de ciertas capacidades intelectuales asociadas con el cambio, con lo nuevo y por cierto con la creación de nuevos escenarios y posibilidades.
El ensayo se inscribe en un movimiento de búsqueda, de cuestionamiento y de apertura. Su aproximación al tema, por lo tanto, es abierta y en algún sentido infinita, libre, inagotable. No busca, como en la investigación científica, probar algo de manera irrefutable. Su campo es el de la argumentación, el de la persuasión en el que las razones se presentan para convencer, para ganar la adhesión de alguien a una causa o posición. El ensayo puede apelar a fuentes autorizadas, pero normalmente no lo hace porque el punto de vista del escritor filtra toda la información recibida o relacionada con el tema, es decir, la procesa y subjetiviza.
El ensayista debe trabajar el tema apelando a la veracidad. Puede utilizar cualquiera tono, recurso retórico o estrategia, pero no debe confundir su campo con el de la ficción. El ensayista debe entender que, después de todo, el producto de su reflexión es una propuesta, un texto que dialoga con los lectores y que ese diálogo está marcado por la necesidad de construir un campo de expectativas útiles, funcionales, productivas. Por ello no debe olvidarse que el ensayo establece un diálogo con el presente, con la actualidad, con aquello que alimenta nuestra problemática en cualquier campo.
Formalmente el ensayo emplea un tono confidencial en el que el diálogo con el lector es importante, por lo tanto privilegia la función apelativa. Aunque marcado por la subjetividad, el lenguaje debe ser claro y enfático; no olvidemos que el ensayo busca convencer y que esto sólo se consigue con ideas o argumentos articulados a una posición.
Entre nosotros, el ensayo es la modalidad literaria a través de la cual se exponen y fundamentan ideas cruciales relacionadas con el destino de nuestras naciones. Si bien es cierto que en el romanticismo el ensayo se confunde con la novela, como en el Facundo de Rodó, durante la hegemonía realista esta confusión dejará paso a un discurso más acendrado y claro en el que las posiciones adoptadas estarán fuertemente sustentadas en conocimientos de naturaleza política, económica, social y cultural.
Los ensayistas hispanoamericanos, en este sentido, son esencialmente hombres de letras y a la vez líderes políticos. Figuras como José Martí o Manuel González Prada confirman el hecho de que la literatura, en su modalidad ensayística, podía convertirse en un instrumento de cambio, en un movilizador de las conciencias.

martes, 13 de octubre de 2009

Hotel paranoia o sobre la muerte del héroe en Cloverfield (I)

Este ensayo es una respuesta a la reseña que Ricardo Bedoya publicó sobre Cloverfield[1]. Destaco en ella una omisión y replico uno de sus planteamientos. Este es un análisis inmanentista. Limitado sin duda. En realidad, es más un ejercicio de argumentación que otra cosa. Así que, Ricardo, no te lo tomes a pecho. La principal ausencia en la reseña: jamás se menciona la estrategia de marketing de la película. Cloverfield trabajó una publicidad constante desde antes que se proyectara. ¿Qué tiene esto de novedoso? Lo hizo a través de información filtrada en la red. Una suerte de cadena que te obligaba a seguir eslabón por eslabón hasta que llegaras a algún sitio. Nunca se llegaba a nada concreto. Incluso la página de la película solo contiene un grupo de imágenes que se pueden mover con el mouse; detrás de algunas de ellas se pueden encontrar palabras escritas[2]. Se jugaba a (con) lo misterioso. Así fue como una serie de amigos de la red buscaba, encontraba, divulgaba y se exaltaba cada vez que descubría un dato. Solo con ese seguimiento puedes obtener la información que explica y completa la película. Sino solo te queda una imagen turbia y penosa de los acontecimientos. Este hecho anecdótico guarda estrecha relación con una particularidad del film: no sabes nada. Lo primero que se vulnera en el espectador lego en computación es la información básica. La génesis de esa bestia inmensa es desconocida. Si accedes a los detalles de la producción te enterarás de algunas cosas vinculadas con el diseño del monstruo y muchas referencias importantes para la comprensión de Cloverfield. Espectador activo y posesivo.
Para los que no la han visto: Cloverfield es una película de monstruos narrada en primera persona. Se utiliza el recurso de la cámara en mano. Si bien su valor estético es dudoso, no sucede lo mismo con los componentes ideológicos que contiene. La película vista sin otro apoyo que la misma proyección deja una serie de vacíos: lo absurdo de los acontecimientos genera una gama de preguntas. Un monstruo que sale del mar y ataca Nueva York (una vez más). Una relación de pareja que “casualmente” se relaciona con este incidente. Una narración que vincula ambas historias y un final “triste” (o mejor, no feliz). Este aspecto es el que cuestiona Bedoya. Para él, no se llega a conciliar la “comedia romántica” y el thriller. Se trata de dos relatos que no coinciden y que, a la larga, terminan por fracturar la película. En otras palabras, no existe una unidad de género. El intento de fusionar ambas instancias fracasa. Esto significa que la película está mal planteada. Esa afirmación es errada. Retomemos: la ausencia de una explicación constructiva del nacimiento y clave para destruir al monstruo es una estrategia que posee infinidad de lecturas. El hecho de haber colocado esa información fuera de la película es sin duda un mecanismo comercial para involucrar de manera activa al espectador. Este encuentra su correlato en la individualización del punto de vista. El narrador invoca al espectador. ¿Por qué en un momento como este se da un movimiento así? ¿Cloverfield es realmente una película “mal planteada” o se trata de una película semidesnuda, es decir, una que muestra cuáles son los recursos, presupuestos, estrategias y estructuras constituyentes de este tipo de realizaciones? ¿Acaso esta película es una puerta abierta por la cual podemos intentar un primer diagnóstico de la política norteamericana, mejor dicho, de la manera cómo se relacionan el individuo y el Estado gringo? Cuando una pieza del rompecabezas se mueve implica más que ese simple movimiento.
Los desplazamientos de poder en el mundo se vinculan con el aumento y/o carencia de fe. Solo una época como la nuestra es capaz de mostrar cómo el hombre religioso
[3] no solo ha sobrevivido sino que sostiene el precario equilibrio en el que nos mantenemos y es una pieza clave para entendernos. La política convertida en una suerte de culto compartido, la figura del héroe político y una serie de elementos que rememoran los rituales de la iglesia son mecanismos por los cuales se ponen de manifiesto antiguas fórmulas religiosas. Nuestro mundo no está hecho sino de estas fórmulas reivindicadoras de lo sagrado, presentes en nuestra vida cotidiana. Con esto no quiero decir que las cosas se mantengan detenidas en el tiempo o que podamos afirmar de manera fácil: “el hombre no ha cambiado, sigue siendo el mismo”. Sino que estas estrategias se mantienen, aunque por otros medios y cumpliendo otras funciones. La secularización efectuada en la modernidad implicó el reposicionamiento de estos mecanismos, en ningún caso su extinción y/o superación como, por lo general, se piensa.
El hecho de que la cultura de masas reproduzca (palabra clave para nuestro ensayo) en serie una gran cantidad de accesorios e implementos y haya convertido el ocio en un espacio de politización e ideología se vincula explícitamente con mecanismos de construcción de nuestros parámetros mentales. En nuestro caso, el uso de fórmulas en la realización de películas es una exigencia no solo presupuestal, implicada con asuntos de producción, sino una necesidad y una suerte de autorregulación del sistema. Si bien no podemos afirmar que cada película de Hollywood es producida por el gobierno de los Estados Unidos, eso no impide que estas se puedan en leer en clave simbólica y sintomática. Su cualidad de manifestación del cuerpo nacional es una cifra que ayuda a suponer/entender el estado en el que se encuentra su población, las ideas que comparten. Cada vez estoy más convencido de que la posibilidad de pensar el Estado nacional como un cuerpo-tejido integro en el que cualquier modificación de las partes muestra la salud del todo ofrece una serie de ventajas para el análisis. Aunque estas ideas no han alcanzado un estado óptimo y necesitan repensarse (tal vez por años y años) no veo impedimento para suponerlas en este trabajo.
¿Cloverfield se convierte de esta manera en un síntoma de la pérdida de fe en el sentido común de los norteamericanos? Es posible y me interesa la explotación de esta posibilidad. Como afirmaba Nietzsche, solo el fanático es capaz de sostener un imperio. Invirtiendo los términos: todo imperio para subsistir, para mantenerse, convierte a sus habitantes en fieles, en creyentes. Cito a Nietzsche: “En comparación con el que tiene la tradición de su parte y no necesita razones para obrar, el espíritu libre siempre es débil, sobre todo en la acción; pues conoce muchos motivos y puntos de vista y, por esto, obra de manera insegura y vacilante”
[4]. Esta debilidad es la que caracteriza al surgimiento de la autoconciencia en la vida social. La relativización del bien y del mal, en el lenguaje de Nietzsche, implica una identificación y un cuestionamiento profundo de los códigos y estrategias por los cuales se reproduce en el individuo la sociedad. Esto significa que la sola presencia de este sujeto interfiere y pone en peligro los modos y convenciones sociales en su conjunto. Esta situación describe muy bien el modo en el que el intelectual se inserta en el grupo. Con todo, no es la única manera de comprenderlo. Un sujeto “fuerte”, convencido plenamente de lo que hace, de su lugar de procedencia y de su razón de ser en este mundo es el mayor instrumento de conservación del poder. Pero ¿Si este estado se modifica, acaso es posible que los mismos instrumentos que mantienen el sistema evidencien, debido a un exceso o a una carencia, la inseguridad o la pérdida de fe? La fe mueve al mundo. La política concebida como la movilización de amplios grupos sociales en una dirección definida es un ejercicio en el que dios y el estado se siguen dando la mano.



[1] BEDOYA, Ricardo. “Monstruos de hoy. Cloverfield y Michael Clayton”. En: El Dominical. Suplemento de actualidad cultura de El Comercio. Lima, 17 de febrero del 2008, p. 15.
[2] Cf. Wikipedia
[3] Para lo que sigue: cf. ELIADE, Mircea. Lo sagrado y lo profano. Barcelona, Labor, 1985; NIETZSCHE, Friedrich. Humano, demasiado humano. Madrid, Mestas, 2007; y PAZ, Octavio. Los hijos del limo. [Bogotá], Oveja Negra, 1985, el primer capítulo especialmente.
[4] NIETZSCHE, Friedrich. Op. Cit. P. 185. Cursivas mías.

viernes, 9 de octubre de 2009

Testigo


La UNMSM está en plena decadencia. Los sanmarquinos viven atrapados en un mundo épico. Necesitan de héroes y mártires. Cuando aparece un sangrante ellos se emocionan, aunque no estén participando, e invocan a esos derechos tan fundamentales como etéreos que los respaldan. Es una lástima la ceguera que los aprisiona. El juego está en otra parte. Hace tiempo que nuestra universidad viene perdiendo. El hecho de vivir del nombre no es lo más dramático, sino que una serie de políticas estúpidas le restan sus posibilidades como centro productor de conocimiento. En las encuestas seguimos en picada. Nuestras bibliotecas se apolillan. No contamos con los materiales mínimos para tener una formación decente (conste que no digo buena). A este paso en veinte años San Marcos estará tocando piso.
La relación entre la universidad y la sociedad no debe descuidarse, eso es cierto. Sin embargo, el anquilosamiento de los recursos de réplica y reclamo estudiantiles es otro síntoma del camino elegido. Reclamar ante medidas injustas es a todas luces una toma de conciencia digna y elogiable; hacerlo con las mismas estrategias de hace veinte años es una muestra más de la terrible enfermedad que viene consumiendo a San Marcos. No se trata de cambiar los medios. Utilizar el video en vez del panel no cambia nada. Se trata de remover esa arquitectura mental que obstaculiza un acercamiento más real a la situación estudiantil. Mientras no se coloque en primer plano el tema académico (y no, como se hace ahora, de relleno) seguiremos cayendo y sonriendo patéticamente ante la rodilla fracturada o el labio partido de nuestro “compañero”. Mientras se privilegie la gratuidad a la calidad educativa solo nos queda la agonía como universidad.

jueves, 1 de octubre de 2009

Formulaciones


Todo artista combate durante su vida con (y por) la (su) forma. Su obra se centra en la manera cómo la trabaja, cómo ha superado sus limitaciones y ha sido capaz de impregnarle su marca personal. Ese trabajo es el que finalmente dictaminará su valor como artista y su perduración en el tiempo. En el momento en que empieza a dominarla, en el que, finalmente, se ha apropiado de ella y posee un estilo propio surgen las preguntas. Sus recursos le proporcionarán logros estéticos y aciertos en su búsqueda artística. Le servirán como los soportes expresivos en los que su mundo encontrará manifestación. Después de ese momento de pleno auge empieza el desconcierto: es ese momento en el que se genera la diferencia entre el artista genial y el buen artista. Mientras el segundo evade las preguntas, el primero las asume de manera peligrosa. Sabe que esos cuestionamientos ponen en riesgo su obra; que lo obligan a asumir su camino como siempre inacabado. El segundo, sin desmerecer su esfuerzo y su trabajo, convertirá sus descubrimientos en fórmulas. Con el tiempo, estas formulas que alguna vez resultaron sorprendentes y admirables se volverán predecibles, se anquilosarán. El artista genial tal vez no consiga superar esa crisis. Tal vez, no tenga otra opción más que aceptar el silencio. Su grandeza consiste precisamente en eso: su comprensión de la forma y del arte lo llevan a una búsqueda que quizás nunca encuentre manifestación visible. Quizás, su obra se encuentre en los oscuros pasadizos de su mente, o en el laberinto celeste de sus vísceras, entre su corazón y sus pulmones. No lo sabemos. Nunca lo sabremos.

miércoles, 23 de septiembre de 2009

Wall-cover


Leyendo a Coleridge me doy cuenta de que jamás entenderé por completo esa manera de concebir el arte. Sucede lo mismo que con las Vanguardias. Esa tendencia hacia el terrorismo artístico nos resulta incomprensible, por más que la disfrutemos y admiremos. No se trata solo de inteligencias distintas, sino de sensibilidades distantes. Para ellos el boicot era algo consecuente con su comprensión del mundo. Era necesario tumbarse algo. Eso que tenía el prístino nombre de academia o “arte”. Había una entidad/impedimento que se oponía con su presencia y principios a la búsqueda de ellos. En ese tiempo todavía podían sentirse héroes. Se trataba de un mundo en el que lo épico aún tenía cabida. La explosión, el ejercicio de la oposición estaba permitido. ¿En este momento, es posible oponerse a algo, sin que resulte una pose o una impostura? No lo digo como un artista, sino como alguien a quien le gusta el arte. Ante la inexistencia de límites la esfera del arte se ha convertido en un ejercicio en el que todo está permitido. ¿Cuál es el criterio? Ya no se trata de una praxis propiamente dicha, sino de una teoría materializada. El artista concibe y esta concepción se arma en la realidad. Esto revela aquella concepción a la que somos extraños (as). No se trataba solo de una beligerancia estética, sino de una concepción que encontraba su sustrato en cada parte de su ser. Era una mirada y una escucha que les permitía repensar la humanidad en su conjunto, sobre la significación de lo humano. En esto radica mi incomprensión: no se trata solo de una búsqueda estética, sino de una búsqueda vital. En la cual lo ético y lo político no son elementos accesorios, sino el esqueleto mismo de un universo de preguntas. En una época dominada por el “auspicio”, ¿cómo recuperar ese anhelo de totalidad? El verdadero arte posee un componente subversivo intrínseco. Después de la lectura de un poema de Eielson, por ejemplo, me poseen las ansias de desnudarme, de salir corriendo, gritando a todos que la realidad es un fraude, de buscar un lago y sumergirme en él. Tal vez esa muerte helada sea la mejor respuesta para la pregunta que porta toda obra de arte.

domingo, 20 de septiembre de 2009

Milagro


He asistido a un breve monólogo. La intérprete narraba una melancólica historia. Amor, abandono, un final predecible y melodramático. Si nos fijamos solo en la historia se trata de una novela rosa de folletín sin valor artístico alguno. (Todo el aparato crítico en movimiento). Me lleno de rubor cuando recuerdo. A los dos minutos de iniciado el monólogo me encontraba sumido en la historia. No lo contado, sino esa voz esplendida. No por su belleza, sino por su sinceridad. Me he sentido un estúpido. El encanto estaba en esa voz que mostraba. La historia era solo un aditamento. No tengo explicación alguna para lo sucedido. Tal vez lo artístico no implica, necesariamente, lo estético. Otra vez Kant cuestionando a Hegel. (La maquinaria reconfortada).

martes, 8 de septiembre de 2009

Respuesta al joven Huincho II


Hola, Jesús, gracias por tu orientación y tu tiempo al responder mis dudas académicas, pues gracias a ellas salí victorioso este quinto ciclo.
Siempre tengo una duda que quise comentarte en un café que no se pudo realizar, es respecto a la teoría literaria; si bien las lecturas nos hacen reflexionar, puedes explicarme (no creo que tengas tiempo o enviarme una página electrónica, pues no me queda muy en claro la finalidad de este curso) la finalidad de este curso y cómo lo aplicaré en mi área laboral.
Recuerdo que una vez me explicaste un esquema donde estaban una serie de autores teóricos que tenían que ver con el estudio del discurso literario, aún lo tengo ilustrado en mi cuaderno.
He estado leyendo a Cesare Segre, Seymour Chatman y Wolfang Káiser, pero ellos aún no me precisan mis dudas respecto a la teoría literaria. ¿Qué debo leer? Pero en sí cómo aplico la teoría literaria como marco teórico a una reseña, a un artículo o a una tesis. Esas son mis dudas. Tal vez no tengas tiempo, si puedes responderlas te lo agradecería.

Para serte sincero esa pregunta es muy difícil de contestar. He señalado las partes de tu mensaje que, de una u otra manera, colaboran para una comprensión-respuesta de tus inquietudes.

1. En primer lugar, es conveniente que no pienses la teoría literaria como un curso. Es decir, no te dejes llevar por el rótulo. En realidad se trata del presupuesto de toda investigación dentro del marco de los Estudios Literarios. Gracias a ella tu acercamiento y perspectiva se diferencia de otras disciplinas. Es lo que te constituye como analista de discursos literarios y no como historiador o sociólogo, por ejemplo.

2. Es importante que consideres algo: la Teoría Literaria nunca es una teoría determinada, sino un conjunto de miradas en torno del fenómeno literario. Los autores que mencionas forman parte, cada uno de ellos, de una tradición propia. Es así como Chatman puede entenderse dentro de la narratología y los desarrollos del estructuralismo francés y Káiser gira entorno de la Estética de la recepción y los alcances de la hermenéutica filosófica. La teoría literaria es una suerte de mapa que te permite ubicarte y dialogar con una respectiva tradición.

3. Ahora, cuando te interrogas acerca de la aplicación aciertas al mostrar cómo cualquier relación no es unívoca ni exenta de interferencias o reformulaciones. En otras palabras, tú como analista terminas produciendo tu propia síntesis/lectura de estas teorías. Incluso, el hecho de tomar partido por una y no otra es un factor clave para tu análisis. No solo importa qué libro vas a analizar, sino cómo vas a abordar el texto. Estas dos elecciones se encuentran vinculadas. A la larga, forman la base fundamental de tu especialización y constituyen la fuente generadora de gran parte de las particularidades de tu análisis.

4. Yo no creo que la elección de una teoría sea solo una cuestión instrumental. Me parece, al contrario, que se encuentra en consonancia con las preocupaciones éticas y políticas que rodean tu labor como investigador. Más aún, están en la sustancia misma de tus intereses intelectuales. El cuadro que alguna vez te mostré es un resumen de las que son las dos tendencias mejor definidas en los Estudios Literarios, en mi opinión. A mí me sirvió mucho el libro de Walter Mignolo. No recuerdo el título pero era uno de los libros de lectura obligatoria en Teoría II, cuando lo llevé. Lo tiene Mary. Mignolo te explica bien las diferencias entre las tradiciones teóricas y algunos problemas que surgen al hablar de teoría literaria a secas.

5. Siempre aplicas teoría literaria en cualquier juicio acerca de una obra específica. Incluso cuando no has llevado el curso. La noción del poeta como un iluminado es ya una “teoría literaria” aunque de sentido común. No te olvides que, según Culler (Breve introducción a la teoría), teoría es toda aquella reflexión que se supone aunque sea imposible de demostrar, pues es su coherencia misma la que la sostiene. Además, puede ser utilizada en cualquier ámbito disciplinario. Rorty (Cf. Consecuencias del pragmatismo, el artículo que habla de la filosofía como disciplina académica y su pérdida de estatus en la modernidad) también enfatiza el lugar que ocupa la teoría como género literario. Su capacidad para desplazar al discurso filosófico. En nuestra época cualquier discurso “esencialista”, o con apariencia de serlo, está tachado de antemano.

6. Existe otra complicación: la distinción entre método y teoría. Te vas a dar cuenta por ejemplo que la semiótica, la narratología, la retórica general textual son métodos de análisis. Sin embargo, cada una de ellas posee una teoría que las sostiene. El caso de la Retórica General Textual es el más evidente. Cuando leímos a Arduini, Bottirolli o Albaladejo asimilábamos teoría literaria. El método que usamos fue el corolario de lo leído en clases. Lo mismo sucede con otros métodos de análisis. El mismo psicoanálisis entra dentro de esta lógica. Por lo general, se compaginan perspectivas diferentes. En otras palabras, se vinculan métodos de análisis formal con teorías de corte sociológico. Esta es la salida más común y la más práctica en el abordaje de textos literarios.

miércoles, 26 de agosto de 2009

Ey, Burbuja, repeticuá (usted no aprende): De Hi5 con amor

Un “nuevo proyecto de totalidad de diferencia total” es una frase incomprensible, por no decir que es una contradicción en sí misma. La palabra proyecto implica ya algo común. De otra manera esta simple expresión no podría siquiera ser formulada. Diferencia total. En cada parte del mundo una mujer aproximadamente cada nueve meses da a luz un pequeño. Cómo piensa eso con su “diferencia total”. La experiencia del cuerpo, el lenguaje, la expresión retórica, cada una un camino hacia la universalidad. Esbozos históricos y limitados. Toda una orientación: retomar lo mejor de la modernidad y plantear la base teórica y filosófica para proyectos sociopolíticos en común, con ambición universal. No dudo de que cada uno de estos planteamientos tenga la mejor intención. Sin embargo, ¿cómo pensar en proyectos universalisadores cuando ni siquiera se han logrado las condiciones mínimas de existencia?

Es un acierto suyo el pensar la alteridad como un problema sociopolítico también. Aun así el reducirlo a la dialéctica parecerse al más bonito, rubio y adinerado es una barbaridad. No dudo que, también, sus intenciones sean las más honestas. Parecerse al que tiene el poder no es una característica de nuestra época. Tal vez, la particularidad radica en que este fenómeno tiene por primera vez un alcance universal gracias a los medios de comunicación y a la lógica de mercado. De todos modos es “demasiado fácil” relacionar esta lógica de lo mercantil con la lógica del poder. Que la televisión, el internet y los demás medios de comunicación masivos son los grandes generadores del sentido común nadie lo pone en duda. Ahora que la seducción del poder se ejerza a partir de una sola imagen, eso es cuestionable. Me atrevería a decir que en realidad lo que se generan son mundos posibles y alternos que mantienen una cohesión/coherencia sumamente poderosa, al punto de funcionar como pequeñas matrix con su propio aire artificial. La realidad y el juicio moral válido es el que dicta Magaly Medina; como censora de la ética, la moral y los buenos valores; su mirada ha permitido la conciliación de mundos diversos amparados en una misma tabla de valores. Otra vez lo bueno y lo malo. Una lógica que distrae/organiza unidades de sentido diversas y autosuficientes. La autoconstrucción de la identidad no solo obedece a una exigencia de la propia vanidad, como usted piensa, sino a una serie de procesos generadores de sentido. El Hi5 ofrece la posibilidad de entrar en esta esfera. No creo que nadie asuma esto como la “realidad”; no creo que nadie, tampoco, sea capaz de discernir entre ambas. Esta época explota como ninguna otra, en mi opinión, las fracturas de la identidad. Nadie sabe quién es. Toda fatalidad es innecesaria. La posibilidad de mundos posibles, en los que cualquier persona es cualquiera, es la realidad. No ha sido suficiente con mostrar que la realidad cotidiana es una construcción, sino que ahora se ejercita en la praxis demencial de mundos posibles. Este mecanismo no solo forma parte de las estrategias del poder estatal o de una sesión de los amos del mundo, sino que deriva de una nueva experiencia ontológico-existencial que goza en la imposibilidad de los límites. Hasta el cuerpo ha pasado de materia a signo, y por lo mismo se ha vuelto diseñable. Vivimos en la época de los desvaríos de la razón. Atrapado en el laberinto del signo domesticado(r). El intelectual y las máscaras. Efectivamente, el intelectual se debate entre arrancar máscaras o colocarse una. La diferencia radica en que su máscara solo puede ser el vacío. En este momento el intelectual tiene más de místico que de ideólogo.

Ey, Burbuja, repeticuá (usted no aprende): El mundo feliz de la bestia



No me preocupa lo que muestra la película, sino lo que dice entre líneas. Según la contextualización, el fenómeno presentado (no pienso en la apariencia del hombre elefante, sino en la lógica social que se rige según parámetros de lo bueno y lo malo, lo bello y lo feo) es una muestra más de la mentalidad burguesa europea de fines del siglo XIX y comienzos del XX. Si seguimos esa línea de lectura no es casual que una presencia tan adorable como la interpretada por John Hurt establezca una suerte de malabarismo esperpéntico entre su fisonomía y la terrible bondad que emana desde las profundidades de la misma. La muerte de este personaje no es solo un acto de generosidad, una suerte de final bonito, sino representa un serio cuestionamiento a la pregunta: ¿existe algo de bondad en el interior del hombre? ¿Puede la educación convertir a una bestia en hombre? Un sujeto dibujado con un trazo tan bien definido es de por sí una aberración. No se trata de que se enfrenten el bien y el mal, sino de mostrar que ambos lados de la pregunta son una patraña. Esta polaridad propuesta como explicación y justificación de la lógica social, existencial y ontológica del ser humano es, a todas luces, limitada. No creo que nuestro destino, me refiero al de la humanidad, esté orientado hacia la mejora de la vida en común. La modernidad fue un canto apresurado que terminó en tragedia. El hombre no mejora, porque su existencia no es sino un asunto histórico, y la historia es ante todo tiempo, el tiempo del cuerpo, las emociones, el pensamiento. El problema es que siempre habrá problemas. Las soluciones estáticas que suponen una autorregulación del sistema implican, por lo general, un total sometimiento de la instancia crítica y racional del hombre, por no hablar de su esencia patética e irreversible. En ese sentido la doble polaridad representada por el hombre elefante es un síntoma más de la alarmante estrechez de este tipo de lógica. Surgen de esto nuevos cuestionamientos: ¿Dónde ubicamos la maldad? ¿Es el hombre malo por naturaleza o es, nuevamente, la sociedad quien lo corrompe y condiciona a ella? Esas preguntas son una consecuencia inevitable del pensamiento que intenta recuperar la universalidad del proyecto moderno. Con esto queda claro que no hay nada más ingenuo e inocente que creer en una bondad intrínseca al ser humano. Muchas más máscaras, sin duda: ¿y por qué no una máscara de la “inhumanidad”, de la bestialidad? No hay fondo, debajo de las máscaras solo hay más máscaras. Make me a mask?

sábado, 18 de julio de 2009

School days: los límites del deseo


Esta debería ser la nota de un anime, una reseña. Debería contarles el proceso. La manera cómo la historia se construye, cómo un triángulo amoroso entre adolescentes deviene en un homicidio, cómo una de las protagonistas repite incansablemente la misma frase cada quince minutos en un teléfono que ya no funciona, cómo deambula reconociendo en cada esquina un solo momento, una única imagen. Desde hace días siento que me sangran los oídos. Luego los ojos se me nublan y de ahí la boca, ese sabor salado e insoportable. ¿Quién es el culpable? Me detengo mientras todos siguen caminando y me cojo los oídos y me cojo la boca y los ojos y no encuentro nada. Todo seco. Sigo caminando porque sé que voy a llegar tarde a algún sitio, no recuerdo adónde, pero sé que entre la universidad, mi casa y el trabajo o la revista tendré que llegar a algún sitio y saludar a todos, querer a todos, odiar a todos. Y de ahí es una escena insistente. Cojer las manos, sonreír y saludar, un beso en la mejilla, otra vez las manos y así interminable, como si las personas salieran de una cajita rosada y uno abre y plum una persona rozagante, vivita, y de ahí seguir trabajando; el tiempo, el tiempo, el aire y de un lado para otro así imperturbable: no entiendo, no entiendo nada. Quería contarles la historia de esta historia que me demoró cuatro horas y que me dejó perturbado, con lágrimas en los ojos y lleno de felicidad. Pero terminó y seguí el pulso. Nada ha cambiado ahora. Pero me sigo tocando los oídos y la boca y los ojos y no encuentro nada. Siento que me empujan porque quieren seguir caminando, pero sigo ahí buscando, reconociendo mi piel, porque estoy acá dentro y siento como si nadie estuviera, como si mi cuerpo solo fuera una excusa.
Primera carta

Hoy he decidido lanzarme del quinto piso. He subido las escaleras y por fin tengo una certeza. No es miedo, quiero dejar en claro eso. No existe mayor acto de autenticidad que el suicidio. La libertad solo es plena cuando se dispone sobre todo y todos del propio destino. No hay decisión más importante ni que tenga más sentido que está. ¿Puedo seguir viviendo? Claro que sí, solamente que no quiero, prefiero perderme en este océano de niebla. En este acto no hay felicidad alguna, ningún tipo de emoción es suficiente para explicar esto. Es necesario recordarlo. ¿Por qué lanzarse? ¿Por qué no llenar el cuarto de gas y dormirse y de ahí un fósforo: la habitación en llamas y mucha gente gritando desde el primer piso? No hay divinidad en eso. Para qué explicar algo que no afecta sino a mí mismo. Antes me preguntaba quién era, ahora me pregunto cómo puedo ser libre. Es por egoísmo. Es porque no me importa nada sino yo mismo y yo mismo no tiene nombre ni suena, es una figura en el agua transparente y frágil que al contacto de un solo dedo desaparece. Hundo mi dedo en el agua y no hay yo mismo, solo un reflejo parduzco y sin forma; una onda que se propaga. Me digo, oye tú que estás dentro del agua, quién eres. La imagen no contesta, solo se disuelve hasta que se queda quieta, otra vez hay algo ahí. Ese constante retorno. Ese destruir involuntario que no afecta. Eso cansa. ¿Qué es lo más fácil? Salir a comprar el pan y nunca más regresar a casa; largarse a algún país desconocido o quedarse quieto en la calle hasta que la ropa se caiga y los pelos se paren y todos pasen buscándote y no te reconozcon y te largen por apestoso y sigan colgando letreros en donde te prometen amor para que regreses y aparezcan sus miradas silenciosas preguntando en las disculpas. No es así. No quiero nada. Por eso mismo la caída no es una disculpa, es un acto de cordura, el único acto de cordura posible.

Kotonoha Katsura
Makoto Itou
Sekai Saionji
Segunda carta.

Todo deseo es egoísta. Me quedé quieto. Esperé a que todos se fueran. No volverían hasta tarde. Hay comida caliente en el horno. Sonreí. No te preocupes yo me encargo, dije. Es absurdo. Tengo todas la llaves de la casa. He decidido cerrar las puertas y caminar por ella. No quiero que se preocupen. Nadie abrirá el sótano.
No lo hagas me decía. El agua tibia es maravillosa. Llegamos cuando empezó la lluvia, no encontramos nada. Ya no siento mis manos.
Debajo del patio enterramos un gato. Estaba vivo. Lo envolvimos en una sábana blanca y sentimos su pecho hinchándose. Lo tiramos al hoyo y entre todos, con las manos, empezamos a llenarlo de tierra. Desde hace un rato ya no se ve nada sino la punta de la sábana. Solo los maullidos persisten aún. Dentro de poco no escucharemos nada. Echemos más tierra para que no haya sonido, así, entre todos, para que el maldito gato se calle.
Nicole ha llegado recién hoy día. Hace años que no la veo. Sé que se ha vuelto ciega. También me contaron que perdió las piernas y que cuando respira le tiembla la columna.
El avión explotó. Todo el cielo se llenó de fuego y ceniza. Nicole cayó incendiándose. No diré que pensó en mí, diré simplemente que cuando la vea le diré, Nicole, toma, te doy mis piernas, mi columna y mis ojos para que subas de nuevo al avión.