Es difícil. Intentar. Recomponer. Sustituir. Aquello que nunca espera. Estar. Así. Contigo. Sin ti. Para nunca declarar que también. Aunque cambies. Y. Sientas. Esa imposible gana. De sentir. Apaleado con un palo. Para mí. O. Para ti. Siempre. Cuando escuchas. Esa melodía. Canta. También. Canta. Como nadie. Canta. Al borde. De. Esa mecánica. Monstruosa. Deletérea. Aérea. E infinita. Sin claudicar. O pretender. Aquello que se manifiesta. A pesar de que. Estamos. Acá. No allá. Aquí. Sobre. La piel. El ojo yerto. Azafrán del amor. Siempre. Dispuesto. Callado. Asimilado. Apenas visible. Táctil. Infinito. Si bien. Algo moribundo. Hazmerreír. Inquietante. Doblegado. Por el tiempo. Y. La miseria. Infinita. Que nos toca. A pesar. Digo a pesar. De que. Nada. Queda. Nada. Solo. Momentáneo. La caricia. Su recuerdo apenas. Nada más. Que el instante. En que. Tú y. Yo.
Fragmentaria
Por El Divino Bambú
martes, 24 de septiembre de 2019
viernes, 25 de enero de 2019
Espero tras la puerta. El aire ha muerto. Minúsculas formas acuden de inmediato, encuentran en el resplandor de los vidrios bajo el crepúsculo, su energía, su movimiento. Pero así fue como la lluvia se mantuvo (floto sobre los muslos de azucena, sus muslos que consiguen el estremecimiento, que son el estremecimiento, la maravilla) siempre la misma impregnando de miedo las calles, ese miedo rabioso de morir enfangado. Un perro plomo recorre las calles. Recia sobre sus piernas desciende su orina.
Un fantasma que circula por las calles, confuso entre el sudor de la madrugada y los resplandores evanescentes de la oscuridad que termina. Los vidrios opacos de los automóviles son el espejo de la muerte, donde veo el rostro de la luna que se aleja, donde todavía se reflejan los extraños que caminan sin rumbo por las calles hambrientas de mi ciudad. Soy un espectro. Un polvo traslucido desciende y me persigue; cubre inmediato cada uno de mis pasos. La garúa se revela, se posa amenazadora sobre el borde del vidrio turbio de las ventanas
La coloración es complicada, requiere de una claridad que escapa de mi control. Cubro el brillo de la piel. (Una caja llena de vísceras de pollo, pensé en las vísceras al encontrar. Me rehúso a abandonar mi puesto. Observo.
La coloración es complicada, requiere de una claridad que escapa de mi control. Cubro el brillo de la piel. (Una caja llena de vísceras de pollo, pensé en las vísceras al encontrar. Me rehúso a abandonar mi puesto. Observo.
Me han prometido que en menos de dos horas saldrá. Pagué en efectivo, no discutí el precio, por más que me pareció elevado. Me esforcé para no parecer incómodo. Aunque no pude evitar que mis manos sudaran un poco. El tipo recibió el dinero sin ni siquiera mirarme, como si mis monedas no valieran nada, como si fueran un gato muerto, un trozo de carne descompuesta mordida por las hormigas y el viento.
Tal como anticipé, la forma de su rostro es otra. Cuando me la crucé en la calle su mirada carecía de ese espíritu de sospecha que ahora percibo. Su piel no es la que imaginé. Me avergüenza reconocer que me tiemblan las rodillas al admirar su cuello y la forma sinuosa de su espalda. Trato de parecer indiferente (busco alguna posibilidad de engaño), mientras observo por el ojo de la puerta cómo se desviste. Remiendo tras remiendo caen como si fueran pétalos sus cabellos y su piel. La tela se desliza y puedo ver el vello rubio de su pubis. Sostengo el aire, mientras su desnudez se convierte en la única razón de mi supervivencia.
Tal como anticipé, la forma de su rostro es otra. Cuando me la crucé en la calle su mirada carecía de ese espíritu de sospecha que ahora percibo. Su piel no es la que imaginé. Me avergüenza reconocer que me tiemblan las rodillas al admirar su cuello y la forma sinuosa de su espalda. Trato de parecer indiferente (busco alguna posibilidad de engaño), mientras observo por el ojo de la puerta cómo se desviste. Remiendo tras remiendo caen como si fueran pétalos sus cabellos y su piel. La tela se desliza y puedo ver el vello rubio de su pubis. Sostengo el aire, mientras su desnudez se convierte en la única razón de mi supervivencia.
No tengo idea de qué voy a escribir. Escribo porque hace tiempo que las palabras no me visitan y he decidido ir en su busca. No existe una lógica previa, solo la necesidad infausta de persistir, de encontrar tal vez. Copio a Barthes descaradamente, sin empacho.
lunes, 13 de enero de 2014
La muerte y el mar
Para Nanet
La arena brilla como un sable
pero
esa reverberación
insinúa el fatal encuentro entre
la marea y la luna /
mis manos entrelazadas
con el viento
yo buscando el corazón
relampagueante del polvo
pero nada es
igual a tu cabello flotando sobre un lago siguiendo el terco caudal de la
combustión
crepitan los montes brota sangre muerta de los espejos
extraños animales se reflejan en tus ojos envueltos en neblina en pelusas en
alambres cables misteriosos rajan el asfalto
mientras
me deposito sin esperanzas sobre la tierra henchida chillando la lluvia con su
cuchillo
recorre
el delgado hilo de la muerte
para que seas capaz de recoger las viejas hojas opacas formas
amuletos que conservo dentro de ti cubiertos de linfa fieles al transcurrir
rabioso del tiempo que toma por asalto el cielo
sin
hallar el metal de las mentiras los árboles
tragan
luz y se mantienen iguales y dan sombra a los viajeros y esconden bichos
alimañas peludas que respiran el tímido aire del amanecer niños cuya
circulación púrpura estrecha el universo de la noche
el
firmamento
las
estrellas se estremecen / me aproximo el
mar vibra bajo mi mano tibias sus aguas no se marchitan me arrancas la piel el cristal
que refracta tu respiración se fractura se quiebra gruñe el óxido de mis
articulaciones el amor
su
inesperada radiación
asisto así a
la separación de las espesas aguas
sus ropas flotan remecidas por el sol fustigadas por el
viento riendo
a
la intemperie
sin noche ni chispas
son
los maderos la polilla amarilla que los transita los pececillos de colores
disueltos en la lluvia sin rostro cuya máscara es carne sarro fierro / entre nosotros dentro de nosotros la certeza
del abismo el silbido de la muerte el silencio el mar y la miel esplendida que
rebosa de los odres
manantiales de colmillos
cercados por rapaces
carniceros
rondan
y roen las flores vaporosas tu vestido de humo tus manos de lodo sin tiempo
abundan sobre el pasto o la orilla o el borde
puntiagudo de tu piel helada
llena
de estrellas y llamas y diminutos relojes que reiteran una y otra vez el vaivén
mortal de las aguas
el encuentro
fortuito de dos planetas de fuego
jueves, 9 de enero de 2014
Encuentro entre las aguas
Surjo como la luz
en
medio del aire frío regado de orines y de oro
en
ese aire turbio de aroma oscuro muerto
Surjo
como el desprendimiento de las rocas como la resonancia de
la arena ante el maremoto inminente / y
aunque no queda nada de mí sobre la playa
ahora que la marea ha abandonado unos cuantos míseros maderos
Del barco solo la esperanza
Del mar solo la cubierta la espuma escarlata que sobrevive
siempre a los desastres / me recuesto en
tu hombro, viejo amigo, porque sin duda nada soy y nada merezco, pero esta
noche estamos tú y yo cubriéndonos los pies con la arena parda del viento
vibrando de miedo ante los diminutos cortes señalados por el frío dispuestos
al resplandor del sueño
El mar permanece inerte
como si la muerte fuera permanecer siempre
envuelto en
un hábito ensangrentado
saboreando monedas llenas de herrumbre
máscaras secretas que miran al norte hacia la ciudad del
viento / donde de seguro encontraremos
enterradas las últimas reliquias doradas del navío
Pero voy a la ciudad que flota trasparente sobre el agua que
desconoce la nieve la pedrada lo marchito que impregna otras ciudades
voy
hacia allí hollando el piso hacia el hallazgo lleno de ti, hijo mío, que aún no
tienes rostro que tampoco conoces mi morada ni la ruina que reina en esta
tierra / toco el último tono de mi xilófono
asediado por la fiebre que posee animales y se desprende de ellos
huele a vinagre o tiene
la consistencia del polvo o del semen sordo de la muerte
Encontré sobre las losetas amarillas
la lluvia estaba
presente
el mal y el alma de los marineros ebrios aun detrás del
umbral de la vida
usaban
anillos y cadenas cuya reverberación causaba cataclismos
Con las manos en llamas despedí al misterioso espíritu de
las aguas / ojalá, viejo amigo, conozcas
el rostro mortal de mi pequeña luz invisible, le dije, sabiendo entre las
tripas que las estrellas han abandonado el firmamento.
lunes, 11 de noviembre de 2013
Escribir un poema
Escribir un poema.
Enrarecer las palabras, dejarlas sobre el piso, sobre la mesita
de vidrio, al lado del florero o dentro de un gato arrojado desde la azotea
hacia el pavimento o al mar que se mantiene vivo / te dije, el poema es una
sustancia azul
Asolar las palabras / el astro reina
La lluvia se esparce sobre la página
crecen eucaliptos y los viajeros
se detienen bajo su sombra, beben, conversan de amor, descubren el miedo y la traición
después de acariciarse el vientre tibio, mientras su mirada se confunde entre
las monedas escarlatas de la codicia.
Son los mismos hombres que
encuentran entre las palabras la muerte, que envueltos en un velo pardo van
hacia el viento.
Todos ellos saben escribir
poemas. No se preocupan sobre la voracidad ni la veracidad. No se preguntan
sobre la sutileza ni el vacío. Un hombre se acerca a mí, afirma ser mi descendiente.
Me amenaza.
Miente.
Murmura poemas.
Mata mi homicidio.
Muere. Se mantiene fuera del poema.
Han descubierto / ahora
que yo retengo mis palabras las enlazo como si fueran los caballos de un carro en
llamas
Había un
círculo: había una palabra: estaba también la agonía de lo dicho en el texto.
Porque si cada estrofa, cada verbo, cada alusión es la misma, remite al mismo
punto, no importan los viajeros / la
noche me llama los árboles viajan
conmigo / no es solo la repetición / es
la vibración, te dije
Cada
hombre suplica por su vida. Cada hombre recoge su oro / cada hombre recoge su honor
/ cada hombre recoge su horno / cada hombre recoge su hombro / cada hombre
recoge su hombre / cada hombre se recoge / lo mismo recoge sin vacilación
disuelve el líquido azul del poema sobre el mar que se estremece / y nadie
viaja / como viajamos todos / y siempre hay eucaliptos en los caminos / y el
agua no se enturbia, mi amigo / y el poema siempre está.
Así nace. Así.
miércoles, 16 de octubre de 2013
¿Qué crees que ocurre cuando se escribe poesía? Escultura de palabras (por un lector de poesía)
¿Te ha pasado encontrar afuera, entre las cosas (porque
también las palabras mientras están muertas son meros objetos), algo que creías
dentro de ti?
Las palabras poseen algún tipo de
misterio, una vida secreta, que reactiva el animal furtivo nuestro.
Poseen magia.
Nuestro cuerpo, nuestra
percepción misma, funciona por resonancia. Cierro
los ojos. Mis oídos son ahora el único lazo con la realidad: no definen nada,
ni las figuras ni sus bordes, mas esa “imprecisión” se da siempre como un
pulso. La carne y la piel vibran, como cualquier objeto de la faz de este
mundo. Me ocurrió ayer. Revisaba un libro arduo de Haroldo de Campos, Galaxias, que me obsesiona por su
oscuridad, porque no dice nada, y así
está bien.
Tarde o temprano todo significa.
Como lector de poesía, me
preocupo, y me asfixio, ante la “claridad” de nuestra época.
(Acabo de descubrir que me
resulta más fácil encontrarme en la tercera persona: sin pudor, hablo sobre mí
cuando lo describo:
salió trémulo de la habitación.
apretó los ojos bajo la luz de la luna el viento se extiende siempre el mismo.
lo había visto. era él. no importaba que su cuerpo fuera la ceniza pálida que
conservaba en esa ánfora discretamente guardada. lo había visto el mismo. los
ojos oscuros como perdidos y la sonrisa delirante y benévola de hacía poco).
Palabras repetidas: trémulo, temblor, pálido, oscuro. Las encuentro siempre.
¿significa que estas
reiteraciones dan cuenta de quién soy? En la poesía sucede algo similar: el
arte se escinde entre lo personal y lo neutro. Asentado en la diagnosis no se
hace poesía, pero el poema es la constatación de ese vago rumor, de ese vaho ríspido
que rasga el vientre y escapa.
Dije claridad: yo mismo, en mi
vida diaria, hurgo entre los objetos y emblemas de este tiempo para explicar o
explicarme cómo y quién soy, desde cuándo y cuánto valgo. Recia costumbre del
martirio, rezago de una cándida lectura de Sartre a los 19 años de seguro.
La bulla de la calle. Los hombres, sus sombreros. Sus catacumbas llenas
de ollas de monedas y edificios de cristal y fierro y garras y espectros: una
máscara, un reino. Camino para buscar entre los desechos, entre tanta luz que
abruma, tanto brillo que maúlla y mata. El llanto no existe. Como tampoco la
muerte. Ni el dolor.
Sorpresivo encuentro de un ritmo
interno.
Sin necesidad de decir “algo”.
Música. Resonancia. Vibración. Escucho el silencio en la respiración del poema
que respira en mi boca. Lenta palpitación de las palabras en los labios que
sintonizan instantáneos con el poema.
Un retumbar que recorre mis
cimientos y mis huesos.
El poema es de nadie. La
distancia entre su concepción y su forma definitiva distinguen al verdadero
poeta del aficionado o del farsante.
(se dijo que en esa página no
aparecía su nombre, por más que su nombre figuraba amenazante. “si estoy en la
lista, vendrán a buscarme, tal vez hoy mismo; tal vez esperaban que revisara la
lista para ir a buscarme, acaso alguien se dirige ahora mismo a mi encuentro.
¿no tengo escapatoria acaso?).
Buscar en el poema una redención.
Por más que nadie me vea o me escuche me mantengo firme sobre la arena
río marea ardiente
aquí estoy
navego busco entre las espumas azules de la noche el vientre afilado de
una mujer distinta cada vez
su resplandor es similar al viento o a las estrellas cuyos nombres he
memorizado Asterion por ejemplo es similar a un enjambre de avispas o a las
marcas escarlatas que tarja la peste sobre el cuero de las bestias
La magia de encontrar una música,
que sin explicación alguna, sintoniza con el oscuro navegante que viaja en mí.
Oficio del lector de poesía:
distinguir entre la luz y la luz.
El chisporroteo y la flama son reales, también la gata, las
flores de plástico en la mesa, el manuscrito nervioso que concluye.
Oficio del poeta: edificar “un
libro o casi una escultura doblez y desdoblez da viaggio” (Haroldo de Campos).
No decir nada: epifanía: pura escultura
(y escapó entre las manos un corazón de buey plateado todavía vivo y asesinó
y se transformó y sucumbió y se desnudó y se estrelló y se hizo así como fue
siempre se mantiene la noche y soy la
noche disimulada entre los velos de la nieve).
domingo, 14 de octubre de 2012
Poco antes del invierno
—¿Y quién se acuerda de nosotros? —dijo, Nicole, mientras sus cabellos caían como la lluvia desatada fuera de la cabaña. Súbitamente un relámpago y la noche se estrellaron contra el vidrio opaco de la ventana. Jean Paul se estremeció; la noche crecía dentro él. La luz de los relámpagos solo le revelaba el rostro furibundo de su esposa. El verdadero poder de la tormenta azotaba su cabeza contra los endebles muros de la cabaña. La tormenta podía fulminarlos como si fueran hormigas. Habían pasado más de doce horas, desde que salieron muy temprano en busca de su automóvil, y ellos, encogidos, hacían lo posible por mantenerse calientes. La cabaña era un conjunto de retazos de maderas maltrechas, apenas unidas por una capa de pegamento y unas cuantos clavos. Cuando la hallaron, hacía rato que habían perdido la esperanza. Y ella caminaba deprisa, adelantando el paso, buscando dónde dormir cubierta, y no debajo de ese cielo oscuro, y acaso desconocido.
—¿Quién la habrá ocupado? —pensó, con el estómago dándole vueltas y la sensación de hundirse en un espeso olor a pescado. Era casi de noche, Jean Paul sostenía la mano derecha de Nicole y hacía lo imposible por no recodar, por evitar los ojos turbios e incriminadores de su esposa. Cuando encontró el coche deshecho, sin el motor ni las ruedas, se dio cuenta de que todo el viaje había sido en vano. El chasis desmantelado e inútil, la persecución y la noche y los cristales azotados, que parecían a punto de estallar.
El trayecto los había dejado agotados. Es inútil cualquier tipo de búsqueda, le habían dicho en casa. Se negó a darse por vencido. Es imposible cruzar el río: si alguien se ha robado el coche, no podrá ir más lejos, tarde o temprano, tendrá que abandonar el vehículo; aun cuando intente desarmarlo, le tomará mucho tiempo. ¿Un solo hombre cargando las piezas de un automóvil?, tendrá que escoger y escogerá escapar cuanto antes. Sólo es cuestión de tiempo, caminar y encontrar algo, siquiera la hojalata, la carrocería, siquiera para ver una parte de aquella bella máquina que, en algún momento de la vida, materializó todos sus sueños. Lo único que hacía falta era un poco de persistencia y mucho coraje, mucho empuje como decía papá. No me daré por vencido, pensó orgulloso de sí mismo, sorprendido ante el ardor de su frente y sus mejillas. Nicole no lo aplaudió, se contentó con mirarlo de pies a cabeza, incrédula y negativa. Buscaba su mirada, se prendía de sus ojos, mírame le decía con su pensamiento, mírame, y una aguja se depositaba en su cerebro y le hacía rechinar las costillas, pero su esposa permanecía inmutable ajena a él y a su valentía. Cuando parecía que todo había acabado, Nicole le dijo:
—Tengo que volver antes de que empiece mi novela.—¡Será esto posible! !Habrá infamia mayor que esta, señor mío!
Los ojos de Nicole viajaban a una dimensión a donde él no pertenecía. Encerrada en un conjuro iniciado por los terribles relámpagos que deshacían la noche. No entendía, eso era todo. No era capaz de percibir la altura de sus actos. Era una pena, sin duda. Apenas amainaran los ruidos y la lluvia se desvaneciera, emprendería su persecución. Sí, porque de eso se trataba: él perseguía, iba a recuperar algo que le pertenecía, y realizaba un acto justo. No eran palabras mayores, no. La justicia estaba de su parte. Aunque, de otro lado, se imponía en el palpitar de las ideas que circulaban su mente la nítida percepción de que estaba cometiendo un error: había sido una locura salir en busca del vehículo.
La larga caminata había enturbiado cada una de las palabras que se dirigían, a cada mínimo contacto se iban aproximando al territorio de lo insoportable. El sol caía sobre ellos y el arrepentimiento no era suficiente; Jean Paul yacía sobre el piso cubierto con su casaca e, incapaz de brindar amor a nadie, forzaba su garganta, buscando el chillido, el aullido, el maullido, el llanto. Todo sonido es válido si es capaz de prolongarse en el aire y confundirla, pensó.
—Acá la nieve no existe. No cae nieve ni nada. Acá sólo el agua, a las justas el agua. —Se tocó el hombro como si buscara una herida o una marca desconocida para sí mismo, como si de repente su piel se rajara y un ojo revelado surgiera de improviso, aterrador y frío, real y cubierto de espuma.
Cuando empezó a nevar, ninguno de los dos pudo creerlo. Ella porque la nieve poseía un blanco distinto, un color que arañaba sus ojos y lo cubría todo. Era más de lo que podía soportar. Él porque se daba cuenta de que continuar la búsqueda era prácticamente un suicidio. La nieve. La nieve depositada y extendida por todo el camino.
—¿Hasta cuándo nos quedaremos aquí? —dijo Nicole. En medio de la oscuridad su voz era lo único que habitaba realmente la cabaña; ella permanecía desvanecida, intermitente con cada chispazo de luz que ingresaba por la ventana. La nieve fue cubriéndolo todo. Y la claridad de la mañana vino a poseer todo el paisaje. En ese momento los ojos de su mujer eran el punto donde se tocan el cielo y la luz. El blanco de la nieve iluminaba su rostro. Era un espectro luminoso, un rostro difuso cuyos márgenes aparecían borroneados ante cada nuevo resplandor. Cuando la luz fue asentándose en la habitación lo descubrieron. Totalmente extraño a los dos, un hombre dormía a su costado. El tipo estaba cubierto con una manta azul y, apretándose sobre sí mismo, intentaba superar el frío por medio del sueño. Nicole buscó los ojos de su esposo. No tuvo que buscar mucho: él había hecho lo mismo. Ambos quedaron consternados. Cómo, quién, en qué momento. Desde cuándo. El hombre se mantenía quieto, pero todavía respiraba. Tal vez estuvo con ellos desde que entraron. Tal vez era su cabaña y ellos eran los huéspedes, los extraños. Nicole, temblando, colocó su mano sobre el cuerpo correcto del hombre. Ni bien lo tocó, fue como si hubiera dado una orden: el tipo se incorporó de inmediato, la miró a los ojos y, casi como maldiciéndola, dijo.
—¿Quién la habrá ocupado? —pensó, con el estómago dándole vueltas y la sensación de hundirse en un espeso olor a pescado. Era casi de noche, Jean Paul sostenía la mano derecha de Nicole y hacía lo imposible por no recodar, por evitar los ojos turbios e incriminadores de su esposa. Cuando encontró el coche deshecho, sin el motor ni las ruedas, se dio cuenta de que todo el viaje había sido en vano. El chasis desmantelado e inútil, la persecución y la noche y los cristales azotados, que parecían a punto de estallar.
El trayecto los había dejado agotados. Es inútil cualquier tipo de búsqueda, le habían dicho en casa. Se negó a darse por vencido. Es imposible cruzar el río: si alguien se ha robado el coche, no podrá ir más lejos, tarde o temprano, tendrá que abandonar el vehículo; aun cuando intente desarmarlo, le tomará mucho tiempo. ¿Un solo hombre cargando las piezas de un automóvil?, tendrá que escoger y escogerá escapar cuanto antes. Sólo es cuestión de tiempo, caminar y encontrar algo, siquiera la hojalata, la carrocería, siquiera para ver una parte de aquella bella máquina que, en algún momento de la vida, materializó todos sus sueños. Lo único que hacía falta era un poco de persistencia y mucho coraje, mucho empuje como decía papá. No me daré por vencido, pensó orgulloso de sí mismo, sorprendido ante el ardor de su frente y sus mejillas. Nicole no lo aplaudió, se contentó con mirarlo de pies a cabeza, incrédula y negativa. Buscaba su mirada, se prendía de sus ojos, mírame le decía con su pensamiento, mírame, y una aguja se depositaba en su cerebro y le hacía rechinar las costillas, pero su esposa permanecía inmutable ajena a él y a su valentía. Cuando parecía que todo había acabado, Nicole le dijo:
—Tengo que volver antes de que empiece mi novela.—¡Será esto posible! !Habrá infamia mayor que esta, señor mío!
Los ojos de Nicole viajaban a una dimensión a donde él no pertenecía. Encerrada en un conjuro iniciado por los terribles relámpagos que deshacían la noche. No entendía, eso era todo. No era capaz de percibir la altura de sus actos. Era una pena, sin duda. Apenas amainaran los ruidos y la lluvia se desvaneciera, emprendería su persecución. Sí, porque de eso se trataba: él perseguía, iba a recuperar algo que le pertenecía, y realizaba un acto justo. No eran palabras mayores, no. La justicia estaba de su parte. Aunque, de otro lado, se imponía en el palpitar de las ideas que circulaban su mente la nítida percepción de que estaba cometiendo un error: había sido una locura salir en busca del vehículo.
La larga caminata había enturbiado cada una de las palabras que se dirigían, a cada mínimo contacto se iban aproximando al territorio de lo insoportable. El sol caía sobre ellos y el arrepentimiento no era suficiente; Jean Paul yacía sobre el piso cubierto con su casaca e, incapaz de brindar amor a nadie, forzaba su garganta, buscando el chillido, el aullido, el maullido, el llanto. Todo sonido es válido si es capaz de prolongarse en el aire y confundirla, pensó.
—Acá la nieve no existe. No cae nieve ni nada. Acá sólo el agua, a las justas el agua. —Se tocó el hombro como si buscara una herida o una marca desconocida para sí mismo, como si de repente su piel se rajara y un ojo revelado surgiera de improviso, aterrador y frío, real y cubierto de espuma.
Cuando empezó a nevar, ninguno de los dos pudo creerlo. Ella porque la nieve poseía un blanco distinto, un color que arañaba sus ojos y lo cubría todo. Era más de lo que podía soportar. Él porque se daba cuenta de que continuar la búsqueda era prácticamente un suicidio. La nieve. La nieve depositada y extendida por todo el camino.
—¿Hasta cuándo nos quedaremos aquí? —dijo Nicole. En medio de la oscuridad su voz era lo único que habitaba realmente la cabaña; ella permanecía desvanecida, intermitente con cada chispazo de luz que ingresaba por la ventana. La nieve fue cubriéndolo todo. Y la claridad de la mañana vino a poseer todo el paisaje. En ese momento los ojos de su mujer eran el punto donde se tocan el cielo y la luz. El blanco de la nieve iluminaba su rostro. Era un espectro luminoso, un rostro difuso cuyos márgenes aparecían borroneados ante cada nuevo resplandor. Cuando la luz fue asentándose en la habitación lo descubrieron. Totalmente extraño a los dos, un hombre dormía a su costado. El tipo estaba cubierto con una manta azul y, apretándose sobre sí mismo, intentaba superar el frío por medio del sueño. Nicole buscó los ojos de su esposo. No tuvo que buscar mucho: él había hecho lo mismo. Ambos quedaron consternados. Cómo, quién, en qué momento. Desde cuándo. El hombre se mantenía quieto, pero todavía respiraba. Tal vez estuvo con ellos desde que entraron. Tal vez era su cabaña y ellos eran los huéspedes, los extraños. Nicole, temblando, colocó su mano sobre el cuerpo correcto del hombre. Ni bien lo tocó, fue como si hubiera dado una orden: el tipo se incorporó de inmediato, la miró a los ojos y, casi como maldiciéndola, dijo.
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