sábado, 22 de octubre de 2011

El vestido


—¿Por qué lo hizo?
—Cuando descubrí su presencia ya era demasiado tarde.
—O sea, ¿te cogió de los brazos, te tapó la boca, te obligó a hacerlo?
—No. Se mantenía en una banca como en suspenso, esperando algo.
—¿Te esperaba a ti?
—No podía esperarme, no sabía quién era yo. Era la primera vez que nos veíamos.
—¿Qué hacías por allí?
—Caminaba, quería ver cómo anochecía, cómo la luz se iba apagando por las calles.
—¿Caminabas y se encontraron de improviso? ¿Salió de repente quizás y te golpeó y después te hizo subir al edificio y después abusó de ti?
—No, no fue así
—¿Cómo fue entonces?
—Me es difícil recordar cómo inició. Acaso extendí mi mano para tocar su mejilla y ese gesto fue suficiente para desencadenarlo todo.
—¿Lo hiciste? ¿Le tocaste la mejilla a alguien que no conocías?
—No, pero me hubiera gustado hacerlo, se veía tan dócil al principio.
—¿Cómo vestías?
—De rojo. Vestía un bellísimo vestido rojo que me llegaba a los talones. Tal vez el vestido provocó lo imposible, ¿no crees? Tal vez mi vestido rojo incitó una furia incontenible de la que ahora me arrepiento. Pude haber escogido otro color. El pardo por ejemplo, que es más inofensivo. O el mora, que me hubiera permitido escapar, porque he de decirte que toda la tela está estampada con pequeños detalles que aluden a la fruta. Es hermoso. La contemplación de esta maravilla es suficiente para calmar cualquier tipo de impulso o inquietud, te lo aseguro. Cada vez que me duele la cabeza o tengo hambre miro ese vestido y después adiós suplicio, adiós hambre, adiós, adiós.
—Eso es absurdo. ¿Dónde tienes el vestido? Puede haber algún rastro o pista, algo que nos permita resolver el caso.
—No lo tengo.
—¿Por qué? ¿Qué hiciste con él?
—Lo quemé.
—¿Quemaste el vestido? ¿Por qué lo hiciste?
—Ya no me gustaba.
—Esto no tiene sentido. ¿Por qué has venido entonces? ¿Para qué molestarte en venir a tocarme la puerta en medio de la noche? Si se trata de una broma, déjame decirte que no me parece graciosa.
—Tenía que contárselo a alguien.
—Cuando abrí la puerta parecías tener atragantado un pedazo de madera en la garganta.
—Lo tenía.
—¿No me dijiste acaso que alguien te había ultrajado?
—Claro, dije eso, así fue.
—¿Entonces por qué quemaste la única prueba?
—El olor.
—¿Qué?
—Lo quemé por el olor.
—¿Por el olor del vestido, el suyo, el tuyo?
—No.
—¿Entonces?
—Era una mezcla de todo. Era como si el vestido ya no fuera el vestido. Como si ya no me perteneciera. Cuando llegué a casa me miré en el espejo y me reconocí. Pero no reconocí el vestido. Me era extraño. Ahí fue que sentí esa fragancia. Me debilitaba. Traía la imagen de mi desnudez, recordé cómo me embestía y yo, yo, y yo, yo y...
—Vale, calma, calma. Entiendo. No dudo de ti, solo que quiero comprenderlo todo para actuar debidamente. Empecemos de nuevo, ¿vale?
—Vale.
—Dime, ¿cómo era?
—No lo recuerdo.
—¿Cómo? ¡No recuerdas que te agredió, no recuerdas que viniste hace media hora con el rostro pálido como si fuera carne muerta, apuñalada! ¿Cómo era? ¿Tenía el cabello rubio?
—No.
—Su piel, ¿de qué color era su piel?
—Brillante.
—¿Brillante? ¿Y sus ojos?
—Plateados.
—¿Plateados? Es imposible. ¿Me lo aseguras?
—No.
—Así no vamos a llegar a ninguna parte. No puedes ocultarme nada. Quiero saberlo todo. ¿Vale?
—Vale.
—¿Cómo era?
—Tenía un vestido rojo.
—¡No, tú tenías un vestido rojo!
—Claro, yo también.
—¿Te burlas de mí?
—No.
—Entonces dime ¿cómo vestía?
—Llevaba un vestido rojo, te he dicho.
—Ya. Empecemos de nuevo. Tú caminabas buscando el atardecer por las calles; llevabas puesto un vestido rojo al igual que tu atacante, ¿cierto?
—Cierto.
—Entonces vestían del mismo modo.
—No.
—¿Cómo que no? ¿No me acabas de decir que llevaban puesto un vestido rojo?
—Claro que lo he dicho, pero definitivamente no era el mismo vestido. El suyo le cubría el cuello como una especie de cafarena y no le llegaba a los talones, aparte no era el mismo rojo. Te he dicho además que el mío era bellísimo, ¿no lo recuerdas? No, definitivamente no era el mismo vestido.
—Correcto. Eran vestidos diferentes. Sigamos entonces: se encontraron, ¿qué sucedió después?
—Sacó de debajo del vestido una botellita llena de un líquido e inmediatamente una larga copa de cristal. Te aseguro que era un cristal muy fino. Sirvió sin premura.
—Tal vez la bebida tenía algo.
—No.
—¿Me lo aseguras?
—Claro.
—¿Por qué?
— No acepté. No cogí la copa que me extendía. No bebí un solo bocado.
—¿Qué pasó después?
—Colocó la copa en el piso.
—¿Y? ¿Qué más hizo? ¿Qué más?
—Se puso de pie y se acercó a mí.
—¿Te golpeó? ¿Te tocó? ¿Dónde te tocó? ¿Cómo lo hizo?
—No me tocó. Solo se acercó. Y sus ojos brillaron llenos de plata. Su mirada quemaba, era como si un cuchillo hiciera surcos en mi corazón. En algún momento nuestra respiración se convirtió en una armonía extraña, el aire me penetraba con furia. No dejaba de pensar que el aire éramos ambas envueltas en el mismo vestido. Cuando me di cuenta girábamos alrededor de la copa llena de ese líquido pardo. Y todo se volvió rojo. Todo. Mi mirada y la suya eran también rojas.
—Ahí fue cuando te llevó para su habitación.
—No, no me llevó.
—¿Qué?
—No me llevó. Yo subí. Recogí su cabello a un lado de su cara. Y miré, busqué, me arrastré hasta encontrar qué era aquello que me obligaba a ir. No me dijo nada. ¡No me dijo nada! Yo subí sin que pronunciara una sola palabra. Yo subí, solo subí.

martes, 18 de octubre de 2011

No fue en vano


Siempre quise ser poeta. A los quince años escribí una carta de amor, en ella (protegido por la insolencia que brinda la ignorancia, y acaso también la adolescencia) me propuse "expresar" lo que en ese tiempo era para mí auténtico y único. El siempre mentiroso refugio de las palabras no buscaba aplacar una adolorida existencia ni incitar el odio ante el abandono de la amada, servía solamente para cumplir el ritual del joven amante inexperto que, con ínfulas de espíritu romántico, adornaba su escuálida experiencia en el amor. No se aprende nada al escribir una carta que nadie leerá ni entenderá. La expresión es siempre turbia. Mi novel corazón no entendía la imposible tarea que se proponía. ¿Acaso una palabra mía que viaja misteriosamente de mi mente a mis labios y que, trémula y casi sin vida, termina adherida al papel es capaz de brindar su causa primera a mi amada? Nunca olvidaré que no solo no leyó mi carta, sino que, además, me la devolvió envuelta en el mismo sobre intacto. No sabía ella que al hacerlo me entregaba una de las mayores expresiones de belleza que alguien me ha dado: la realidad no carece de poesía, solo que no depende de las palabras, ni de los colores, ni del mármol, ni del sonido. Mi carta fue obviada por la simple razón de que ningún papel era suficiente para expresar aquello que separa a dos personas. Ese gesto era más poético y rotundo que toda mi larga seguidilla de oraciones y enunciados. Oh, amada. Mi error fue considerar que las palabras caminan en una sola dirección, de la mente a los labios. Si hubiera sido capaz de percibir que son innumerables las orientaciones y fluctuaciones que adquieren las palabras, que a veces solo basta mencionarlas, sin discreción ni orden para que un aluvión de imágenes y sensaciones surjan intempestivamente. No debí escribirle una carta, mi única carta, debí esperarla a la salida, acercarme y confesarle al oído aquel gruñido o estremecimiento que me provocaba el olor de su cabello o la contemplación de su nuca desnuda. No fui capaz de vivir ese momento de manera profunda. No me lamento de que haya sido así. Todavía cuando observo ese viejo papel donde concluyó, sin casi haber iniciado, mi fugaz obra poética no dejo de vibrar por la suave textura de ese lejano amor.

viernes, 24 de junio de 2011

Obra maestra




Bajo una lluvia empecinada, una tarde de otoño de 1968, el afamado crítico literario Augusto Ponge anunció que iba a dedicar el resto de su vida a la elaboración de una obra que recorriera la historia de la humanidad y el sentido de su existencia; el infinito, el cuerpo y la memoria iban a ser los pilares de este ejercicio de escritura que, según sus propias palabras, “se convertiría en su legado para la posteridad”. Muchos de los asistentes a la conferencia de prensa quedaron pasmados, y algunos, incluso, no durmieron esa noche después de la asombrosa noticia. Los admiradores de la obra crítica de Ponge le enviaron cartas de aliento, donde en unas pocas líneas expresaron su admiración y aprecio por un intelectual que “había contribuido al engrandecimiento de las humanidades en su patria”. También llegaron a su departamento arreglos florales, electrodomésticos, innumerables libros y obsequios varios, ante lo cual Ponge no hizo sino ruborizarse. Pocos días después publicó una nota de prensa donde pedía encarecidamente a sus admiradores que dejaran de enviarle cualquier tipo de objeto, ya que, literalmente, no entraba una pluma más en su hogar.
Para evitar cualquier interrupción, a los dos meses Ponge se mudó a su casa de campo, a las afueras de la ciudad. El inicio de su obra requería una atmósfera apropiada: sólo el silencio y la paz del bosque podían brindarle las condiciones que necesitaba. En realidad, se supo después, Ponge inició una búsqueda espiritual; sobre la base de una disciplina férrea, el célebre autor de El pensamiento aristocrático: las trampas del estilo en Platón, Nietzsche y Ortega y Gasset hurgó en su interior para encontrar la piedra de toque de su monumental obra. Según afirmaron allegados a su persona, se encerró para encontrarse a sí mismo. Tamaña tarea requería una concentración y convicción inexistentes en una persona común. Este encierro duró aproximadamente un año. Ponge mismo le envió una carta a un colega y amigo suyo —el también escritor y crítico literario Federico Quiroz— donde afirmaba “haberse encontrado a sí mismo” y sentirse “lo suficientemente seguro para iniciar su arduo trabajo”. A partir de ese momento las cartas a Quiroz se convirtieron en el único nexo entre Augusto Ponge y el mundo exterior, es decir, todos aquellos que estaban excluidos de su obra magna. Quiroz, en una entrevista publicada en una conocida revista del medio, Dédalo, confió que “Ponge se ha dispuesto un riguroso cronograma de trabajo: todos los días de ocho de la mañana a tres de la tarde se dedica exclusivamente a la escritura de su libro […], los tiempos de refrigerio y descanso duran apenas diez minutos, y se dan solo dos veces en la jornada, exactamente a las once de la mañana y a la una de la tarde, ritual que se repite diariamente, porque, eso sí, Ponge no descansa ni los domingos”.
En sus cartas, Ponge también se muestra abrumado por el desorden que reina en su casa, le confiesa a su fiel amigo Quiroz (que a la muerte del genio se convertiría en su albacea literario) que le “parece lamentable tener que ocuparse por el orden del mundo cuando la ordenación del cosmos, que es el corazón de mi proyecto, se da día a día en las páginas que transcribo”. Quiroz, siempre perspicaz a los designios del maestro, intuyó que era necesario enviarle un ama de llaves cuanto antes. En una semana, consiguió y embarcó a una muchacha modesta y ligeramente hermosa —con la clara intención de no perturbar el ritmo de su escritura—. Ponge recibió la noticia con agrado, más aún cuando contempló a la muchacha; le encomendó el cuidado de la casa, su limpieza y organización, y le entregó un manojo de llaves —excepto aquella que abría la puerta de su despacho, espacio donde se realizaba su digna tarea—. Cuando la joven entró a la cocina, revisó el baño e inspeccionó las habitaciones ya había anochecido; cogiendo una vela, que resaltaba las facciones de su rostro que delataban asco o aturdimiento o rabia, recorrió toda la casa. A la mañana siguiente, mientras Ponge escribía febrilmente, ella limpió, trapeó, repuso, compensó las formas perdidas y devolvió la claridad a esa pequeña casa abandonada en el bosque. A las tres de la tarde en punto, cuando Ponge abrió la puerta de su despacho, percibió el delicado aroma que se había apoderado de sus aposentos. Meses después, Ponge le escribió una afectuosa carta a Quiroz donde le agradecía por la “brillante idea que has puesto en práctica: he pensado (aún no lo he decidido) dedicarte mi libro”. Quiroz cuenta en sus memorias que cuando leyó esas líneas casi se quiebra en llanto.
Habían pasado casi diez años desde que Ponge se encerrara a escribir su primera y única obra. Durante ese lapso de tiempo Alfaguara ya había comprado todos sus derechos, según se sabe, a un precio muy alto para un texto del cual no se conocía aún ninguna página. Fue por esas fechas que el especialista ruso Vladimir Karanog, mundialmente reconocido por sus trabajos sobre Franz Kafka, Thomas Mann y Gustave Flaubert, publicó un celebrado artículo titulado “La escritura infinita: apuntes sobre la novela inédita de Augusto Ponge”. En setenta y cinco páginas, y con letra muy apretada, Karanog sostenía la tesis de que “no cabe ninguna duda: Ponge está escribiendo una novela. Lo demuestra la predilección novelística que ha primado en sus trabajos críticos”. Karanog realizó un recuento agudo, preciso y riguroso, incluyendo en su análisis textos de ubicación imposible. Ponge nunca había dicho con exactitud a qué género pertenecía su libro: era una novela, según Karanog, no cabía duda alguna. Quiroz envío la traducción del artículo a Ponge, quien nunca afirmó ni negó las ideas de Karanog. Se supo que acompañado por su ama de llaves, un atardecer, mientras bebía café, después de haberlo ojeado por un par de minutos, Ponge lanzó el artículo por la ventana hacia el jardín, justo sobre abono que alimentaba un bellísimo rosal. Esta anécdota que se filtró, nadie sabe cómo, dividió a la crítica especializada. Para Karanog y un grupo importante de renombrados estudiosos internacionales no cabía la menor duda: Ponge había sido descubierto, su propósito había sido revelado por el vibrante ojo crítico del hermeneuta ruso. Para todos aquellos autores que aborrecían del estilo y de las ideas de Karanog la acción de Ponge no significaba más que el rechazo llano y brutal del maestro ante un análisis famélico y endeble. El abono y el rosal fueron objeto de una exégesis prodigiosa por muchos especialistas, que se habían convertido en los comentaristas de una obra todavía inexistente.
El corpus crítico sobre la obra de Augusto Ponge creció de manera desmesurada en los diez años siguientes. Fueron capitales para la historia de la recepción crítica de la obra el estudio que le dedicó la exégeta chilena Claudia Reyes, Poesía y tiempo: análisis narratológico de los ensayos de Augusto Ponge (fue notable la acerada polémica entre Reyes y Karanog: la crítica chilena denunció “el abuso logocéntrico y la lógica binaria que predominan en el artículo del crítico ruso; Karanog no ha descubierto el género, lo ha impuesto”), y el brillante ensayo de Eliot Justan, “Los fragmentos de la verdad”, donde argumentaba a favor de una obra posmoderna, en la cual el fragmento es la base de cualquier totalidad estética. Para Justan el ejemplo más evidente de esta obra era la “escritura incandescente y ascética de Augusto Ponge”. Quiroz, por medio de envíos y correos constantes, informó a Ponge sobre todo lo que sucedía, de manera pormenorizada. No hubo artículo, ensayo, reseña, documental, crónica, libro o compilación de la cual Ponge no tuviera noticia. Él jamás se pronunció. Había alcanzado, según cuenta Quiroz en sus memorias (que fueron un éxito de ventas y se convirtieron en poco tiempo en uno de los best sellers más importantes de la historia editorial de su país), “un estado espiritual tal que nada, absolutamente nada, podía perturbarlo. Había superado a la naturaleza. Había superado al mundo. Todo su ser se concentraba en cada una de las páginas de su obra maestra. Poco le importaba si era una novela, un libro de relatos, un extenso poema en prosa o un conjunto de aforismos, o incluso todo eso unido en una vertiginosa maraña de espíritu y sangre”.
Ponge se negó a publicar cualquier tipo de anticipo: había llegado a la certeza de que su escritura solo podía concluir, de manera magistral, con su muerte. Años después, cuando Quiroz publicó el correo que mantuvo con el maestro, se hizo célebre el siguiente fragmento:




La escritura es un universo disperso. El sentido atraviesa todo cuerpo. La palabra revive la naturaleza y la energía. Todo aquello moribundo y cárdeno resucita de manera milagrosa a través de la palabra. Mi escritura es el infinito. El infinito existe para caber en mi escritura. No soy yo. El autor no existe. No soy yo. Es la palabra vital. No soy yo. La escritura es la sangre del universo. El poeta, el narrador, el escritor no hacen sino capturar y obsequiar una forma bendita y sacra al mundo: el mundo es el único autor de lo imposible. La palabra va unida a la boca del hombre. Solo el amor y la muerte concluyen cualquier obra de arte. Mi escritura no hace sino cumplir con este designio que me he impuesto a mí mismo. No hago sino ejecutar el destino del ser humano.

Este párrafo fue citado innumerables veces y, tal vez, fue el responsable de la segunda arremetida de la crítica. Se discutió fervientemente sobre el significado del término “universo”, “escritura” y “autor”. Para muchos, Ponge no sólo había renovado la escritura creativa en todo el continente, sino había transformado la crítica, creyeron percibir en sus cartas una clara tendencia posestructuralista, digna de Foucault o Derrida. Ponge inyectó nuevas energía a la literatura nacional. En pocos años se convirtió en referencia ineludible en cualquier curso de literatura universal del siglo XX. Todo aquello que estuviera relacionado con él fue estudiado, analizado, seccionado, disecado por los estudiosos de la literatura. Las universidades europeas lo consignaron como uno de los principales renovadores de la escritura contemporánea. “Su ambición desmedida y su prosa imposible son un ejemplo a seguir por la novel generación de escritores”, afirmó el ya muy enfermo y viejo Karanog, quien había dedicado la mayor parte de su vida a descifrar la “misteriosa y punzante pluma del más complejo escritor de nuestro tiempo”. En el 2010, Ponge tenía noventa y cinco años y fue invitado al Congreso Internacional Ficción e Identidad en la escritura de Augusto Ponge (el vigésimo sétimo que se realizaba sobre su obra), evento que se llevó a cabo, con el afán de homenajearlo, en la prestigiosa Universidad de Kalicrabia. En la justificación del Congreso se afirmaba que “no basta cualquier tipo de homenaje a un escritor que por medio de sus cartas y comentarios [aparecidos en las comunicaciones de Quiroz con la prensa] ha transformado de manera sutil y efectiva la historia literaria de nuestro tiempo: nuestra institución se une al coro que reconoce la valía de uno de los grandes, sino el más, creadores que ha dado esta tierra”.
Ponge, que había rechazado este tipo de invitaciones durante toda su vida, aceptó. Sólo iba a asistir a la última sesión para dar las palabras finales de agradecimiento. Algunos afirmaron que presentía su muerte, esa condición lo obligó a dejar su recinto por primera vez en casi cuarenta y dos años de trabajo incansable. Ponge llegó acompañado por una delgada señora que le servía de apoyo y por un grupo de cuatro muchachos que mantenían un fugaz parecido físico con él. Cuando llegó, el auditorio entero quedó estupefacto, el silencio de apoderó de todos; los ponentes que estaban sobre el estrado callaron y se pusieron de pie y, casi al unísono, todos los asistentes hicieron lo mismo: durante quince minutos todos aplaudieron hasta que sus manos comenzaron a arder, e incluso cuando la hinchazón era más que evidente, algunos persistieron hasta dañarse las muñecas y agarrotarse los músculos. Ponge ni se inmutó ante tremenda muestra de respeto y admiración. Cogido de la mano de esa extraña señora, que era casi un amuleto y que no se separaba ni un solo instante de él, subió al estrado, cogió el micro y quiso decir algo y no fueron palabras sino un puñado de sangre lo que brotó de sus labios. La concurrencia entró en shock: Ponge, que ni siquiera en ese momento separó su mano de la mujer que lo acompañaba, cayó sobre la mesa de ponencias: cayó como cae un bulto, como cae un pedazo de yeso sobre el pavimento. Su sangre se extendió por toda la mesa, la señora hacía lo imposible por revivirlo. Casi de inmediato subió a la tarima un hombre que dijo ser médico e inspeccionó al genio. Su rostro se deformó en una mueca terrible: había muerto. El viaje había sido demasiado para él, era más que evidente. Obligarlo a realizar tan terrible periplo a la edad que tenía había sido algo descabellado.
El país entero se sumió en un luto que duró meses. Casi todas las casas del país, conocedoras del valor y de la calidad literaria de Ponge, izaron una bandera negra en señal de duelo. En el testamento de Augusto Ponge, “el escritor más universal de nuestra tradición literaria”, se estipuló con claridad que solo Federico Quiroz podía acceder a sus papeles inéditos. Quiroz, que ya anticipaba ese honor, asumió su rol, no sin una falsa modestia. Él (por lo menos eso pensaba) era también, en parte, artífice de esa obra maestra. Apenas recibió la llave del despacho de Ponge, subió a su automóvil y durante dos días manejó sin parar ni dormir. Cuando llegó a la casa de su amigo, descendió sin mostrar el mínimo cansancio. Lo recibió la misma mujer que había acompañado al maestro en sus últimos momentos, llevaba un vestido negro larguísimo: solo en ese momento reconoció sus facciones, sus rasgos, su rostro lo regresó en el tiempo y no pudo negar lo evidente. En el jardín, dentro de la casa y en el patio interior corrían algunos niños semidesnudos y felices, presas de una algarabía inquebrantable. Quiroz entró y al ver a alguno de los muchachos que habían asistido a la ceremonia, al ver el luto que portaban y la tristeza de sus rostros, comprendió en el acto. No pensó. No dijo nada. Se redujo a señalar la puerta del despacho y, ante la aprobación de la mujer, se dirigió expectante hacia ella, con la llave en la mano.
Sus manos temblaban, el mero contacto con la llave lo mantenía en vilo: abrió la puerta y no encontró, como esperaba, un altar ni un mueble donde las páginas escritas por Ponge reposaran. Desperdigadas, pegadas sobre los muros, debajo de los muebles y encima de ellos una cantidad inaudita de páginas poblaban la habitación. No se podía ni siquiera caminar sin vulnerar algún precioso papel. Quiroz tenso y ávido por sorber aquella escritura que había querido descubrir hacía años, sabiendo que el raro honor de la primera lectura le correspondía a él, y únicamente a él, cogió el primer papel que tuvo a la mano, lo recorrió con calma, contempló una a una las letras, completó la frase y quedó extasiado. Comenzó a revisar la segunda frase: se detuvo, pensó, dudó. Reinició la lectura. La tercera y la cuarta frase se continuaban sin dificultad y la quinta y la sexta y la sétima. Molesto dejó de leer y arrojó al piso la página intacta e intachable. Cogió al azar otra y otra y otra. Su desconcierto no podía ser mayor, no importaba cuál de ellas levantara todas, absolutamente todas, decían lo mismo. Con una letra clara y con un pulso constante, una y otra vez, la misma frase surgía: Quiero escribir. Quiero escribir. Quiero escribir.

miércoles, 8 de junio de 2011

Puro silencio





Pierdo el tiempo, me desespero y quisiera tener un cuchillo en mi mano, sólo para sostenerlo contra el aire, oponerlo al frío invencible de la noche. Presiento que el dolor y la muerte todavía me serán desconocidos, mas la rabia persiste y me entrego a ella. Las cosas deben romperse, caer al piso, hacerse añicos: el odio, sustancia terrible, se aproxima. No hay nada que concentre su misteriosa forma. ¿Qué rostro posee este frenesí? Algunas veces no son las cosas; caigo al piso y mis venas resplandecen en medio de una habitación perdida en el tiempo. Sentí alguna vez el movimiento de mi sangre, como una naturaleza difusa, como una espada llena de herrumbre, viajo y miento una vez más. No es un latido, es el temblor, mi piel es una escalera, un rompecabezas, la sola imagen de un ave ensangretada que se mantiene, quieta y brillante, sobre el agua. Combino palabras. Busco. Busco. Busco una frase perfecta, llena de sentido, llena de miedo, llena de rabia, un vómito, la vibración de la fiebre caudalosa. Hay que saber. Hay que darle forma y descubrir: quién vive encerrado dentro de uno mismo. Quién nos niega a cada movimiento. Quién llora y sus lágrimas mojan nuestra almohada. Sin mentiras. Sinceramente: algo irradia una luz maravillosa. No el escozor de lo oculto. La ilusión, el fracaso, el sueño torpe y real, los ojos rojos, el animal despedazado. Cruzo el viento, me arrepiento, pero cruzo el tiempo sin mentiras, cruelmente, también ensagrentado, sudando, capaz de todo, expuesto, herido, vivo, vivo, vivo, vivo, con la misma vida que los animales y los bosques. Así sea una flor. Así no sea nada, cubierto de moho y esporas luminosas. Hoy sólo quiero gritar. Mas el silencio es un grito permanente e invulnerable. No palabras. Aire, sangre, un poco de pasto y una cabeza vendada saliendo de las aguas.

martes, 8 de febrero de 2011

Servicios higiénicos


Aquella tarde el dolor se impuso sobre él y todos los pasajeros del autobús. Su cabeza expandía sus dimensiones, se contraía, se dilataba, en sístole y diástole interminable. Bebió el jarabe que el médico le había recomendado. Todo fue en vano: el dolor crecía inarticulado y superior a él. Los pasajeros, un poco heridos por su culpa, improvisaban cuidados y remedios. Por ejemplo, al acercarse al lugar donde se encontraba recostado todos habían cedido a quitarse los zapatos, andando descalzos a su alrededor, cogiendo las cosas con suma delicadeza y cortando su respiración en una armonía de difícil y, por lo general, imposible ejecución. Cualquier vibración conseguía que se retorciera, se doblara y culminara en posiciones inverosímiles y dolorosas para todos.

El carro había parado hace media hora y nadie sabía cuáles eran las medidas indicadas y cómo resolverían ese problema que, de alguna manera, los incumbía a todos. Algunos empezaban a sentirse incómodos. El viaje se había prolongado más de lo esperado. Y aunque la voluntad de ayuda y la solidaridad habían encontrado una espléndida manifestación en sus actos, no dejaba de ser cierto que la desesperación se trazaba en sus rostros en un diseño que, poco a poco, se asemejaba al odio. Las llamadas habían sido hechas, sin embargo, hasta ese momento, ninguna ambulancia llegaba a socorrerlos. La mayoría prefirió salir del vehículo y fumar un cigarrillo, el humo se elevaba denso y amargo como una increpación al casi muerto, al acongojado ser humano que se quebraba en el interior del transporte. Sólo unos cuantos pasajeros lograban sostenerse en el cuidado. Uno de ellos por ejemplo había colocado la cabeza del herido encima de sus piernas y con un pedazo de cartón producía el aire necesario para que no cayera en la incertidumbre, y acaso el miedo. Sus piernas se habían adormecido, debido al esfuerzo, y una especie de latido le recordaba que no podría aguantar más de un par de minutos.

Dentro todo era silencio, aunque cada cierto tiempo, no se sabe si por molestar, alguno de los pasajeros dedicados al cuidado mostraba síntomas de vómito y dolor de estómago. Inmediatamente era conducido fuera para no alterar la calma del recinto. Los encargados de la víctima no sabían nada más, pues aquellos individuos no regresaban, tampoco podían preguntarles a los que fumaban en el exterior (la guerra había iniciado, aun contra sus deseos). Cuando el cielo comenzó a oscurecerse, todos se echaban la culpa, unos a otros. No había pasado mucho rato cuando empezaron los golpes, a tal punto que incluso los que estaban dentro se vieron envueltos en la lid. Para ese entonces, mientras todos sangraban y maldecían a la raza humana, el hombre, el primero en caer, el dolido, se encontraba en un trance absoluto. Ajeno al movimiento y al ruido, completamente dormido, y tal vez feliz, roncaba como un salvaje.

sábado, 5 de febrero de 2011

Programa nº 6 Especial de fin de año 2010 Proyecto Nihon [PODCAST]

La grabación se hizo en dos fechas con problemas técnicos y en medio de los preparativos para la bienvenida del año nuevo. Pocas veces he sido tan feliz al tener entre mis manos una entrega de Proyecto Nihon. Colaboradores de Perú, Colombia y España en un trabajo que reúne un agudo sentido crítico y la exigencia del aficionado a la animación y la cultura japonesa. Un programa que no se pueden perder.

martes, 18 de enero de 2011

Tiempo sangre


Tengo cierta fascinación por las heridas.

Antes era capaz de soportar el delgado fluir de mi sangre, la piel lastimada, en silencio y entre sombras acaso, eran horas donde lo sólido surgía como una realidad infalible. Si el cuerpo surca el espacio de lo inestable y es al mismo tiempo materia descarada, plural, escarnio de luz, espinas sobre la tierra reseca, dónde guarda su forma original; su naturaleza inconstante me aqueja. Sangrar fue un ejercicio de purificación, cuando el dolor sólo era la parte prescindible de la existencia.

¿Qué ha cambiado?

La sustancia cambia, se transforma, adquiere dimensiones y colores imposibles: incluso mi cuerpo es un laberinto de claridad y plumas escarlatas, raíces monstruosamente retorcidas y el recorrido oscilante brillante de mi sangre
oscura. Cuando estoy ebrio el grito es la única forma que apresa la lenta vacilación de mi vida. Debería gritar cada vez que siento ese hormigueo. Debería hacerlo (la sinceridad no es una de mis virtudes). Hace tiempo que la sangre desea un rumbo distinto al que puedo darle. Siento como si mi sien izquierda entrara en trance, al borde de la explosión, y se estableciera un lazo inevitable e invisible con los muros, las sillas, las flores de plástico de mi mesa. Un solo latido. Una sola realidad la mano y la mesa, la piel, la miel, el aire, el cielo: la sola realidad del tiempo y su veneno disolviéndose fantasma.

domingo, 16 de enero de 2011

Luna, Mariposa, Gramática, Nuera y Pergamino


Tiempo después se encontraron en una habitación. Él acababa de despertar. La cabeza le dolía y la respiración era ajustada. "Cuando la luz se acabe, me acercaré a ti: todos los libros caerán al piso, incluso esa monstruosa gramática que nunca abandonas, que lees con desesperación por las noches, imaginando de seguro que ahí existe, sólo ahí, un punto fijo, el vacío, tu pupila". Pensó en su rostro. Algo se movía sobre su piel pálida. Una sola luz caía sobre sí mismo: la luna aullaba tras la luna. Quiso tocarse. No pudo. Un cable o, tal vez, una cadena: una materia rígida y real lo aprisionaba. Abrió los ojos, creyó que lo hacía. "En el invierno no hay mariposas y no importa si el cielo sigue manchado, si cada uno de nosotros desaparece de la faz de la tierra, incluso cargando el enorme libro". La luz lo lastimaba. Había despertado sin memoria. Un leve dolor en la parte baja de la espalda lo delataba. Él era, él había sido, el único culpable. Cerró los párpados con furia, con la convicción de que no importaba nada, de que todo desaparecería con sólo desearlo. Apretó los dientes; cada músculo chilló, como si un chisporroteo de cabellos de luminosos lo golpeara, como si su rostro fuera el piso inverosímil de un ejército de arañas. "Las hojas caen, se mantienen sobre el viento". Abrió los ojos con resignación; descubrió que estaba amarrado, sentado sobre una silla, que su cuerpo no existía, que quien quiera que fuera no importaba. Estaba atrapado. "Incluso eliminando cualquier vestigio, algo quedará de mí". La pregunta llegó rauda, incolora, venenosa.
—¿Lo encontraste?
—¿Qué?
—¿Acaso intentas engañarme?
—No lo encontré, fue en vano. Nadie supo darme razón del pergamino. Lo intenté. Espero tu perdón, aunque sea inútil.
—Eres libre de salir de este ambiente, si lo deseas.
“¿Encontré el pergamino? ¿Fui capaz de hallarlo? ¿Qué pasó con los demás? ¿Dónde están los demás?”. Un trozo de hielo, áspero y mortal, descendió desde su cara, se deslizó suavemente bajo su camisa, sucia y húmeda, acabó por recorrer su vientre, se hundió inaccesible entre sus telas. “¿Qué hubiera dicho ella? Nada”. Recordó a la muchacha, la misma que ahora lo miraba llena de rencor y asco.
—Nunca pensé que mi búsqueda terminara así.
—¿Así cómo? —La muchacha insinuó una sonrisa de desprecio. El gran libro pesaba aún sobre su espalda.

miércoles, 5 de enero de 2011

Casi muerto, sin amor, herido de belleza: afecto al drama. Rabioso, lleno de miedo, cubierto de flores y sangre los cabellos. Con hambre, con fuego, con las últimas luces de la mañana. Incapaz de movimiento. Frente al espejo, bajo el agua, detrás de la cortina. Con un pedazo de lata y de cilicio entre las manos. Ebrio, sin latidos, escarcha y vino.