martes, 18 de octubre de 2011

No fue en vano


Siempre quise ser poeta. A los quince años escribí una carta de amor, en ella (protegido por la insolencia que brinda la ignorancia, y acaso también la adolescencia) me propuse "expresar" lo que en ese tiempo era para mí auténtico y único. El siempre mentiroso refugio de las palabras no buscaba aplacar una adolorida existencia ni incitar el odio ante el abandono de la amada, servía solamente para cumplir el ritual del joven amante inexperto que, con ínfulas de espíritu romántico, adornaba su escuálida experiencia en el amor. No se aprende nada al escribir una carta que nadie leerá ni entenderá. La expresión es siempre turbia. Mi novel corazón no entendía la imposible tarea que se proponía. ¿Acaso una palabra mía que viaja misteriosamente de mi mente a mis labios y que, trémula y casi sin vida, termina adherida al papel es capaz de brindar su causa primera a mi amada? Nunca olvidaré que no solo no leyó mi carta, sino que, además, me la devolvió envuelta en el mismo sobre intacto. No sabía ella que al hacerlo me entregaba una de las mayores expresiones de belleza que alguien me ha dado: la realidad no carece de poesía, solo que no depende de las palabras, ni de los colores, ni del mármol, ni del sonido. Mi carta fue obviada por la simple razón de que ningún papel era suficiente para expresar aquello que separa a dos personas. Ese gesto era más poético y rotundo que toda mi larga seguidilla de oraciones y enunciados. Oh, amada. Mi error fue considerar que las palabras caminan en una sola dirección, de la mente a los labios. Si hubiera sido capaz de percibir que son innumerables las orientaciones y fluctuaciones que adquieren las palabras, que a veces solo basta mencionarlas, sin discreción ni orden para que un aluvión de imágenes y sensaciones surjan intempestivamente. No debí escribirle una carta, mi única carta, debí esperarla a la salida, acercarme y confesarle al oído aquel gruñido o estremecimiento que me provocaba el olor de su cabello o la contemplación de su nuca desnuda. No fui capaz de vivir ese momento de manera profunda. No me lamento de que haya sido así. Todavía cuando observo ese viejo papel donde concluyó, sin casi haber iniciado, mi fugaz obra poética no dejo de vibrar por la suave textura de ese lejano amor.

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