miércoles, 30 de diciembre de 2009

Modos de violencia Tudor

Ejercicio 1 (exceso de adjetivos, también rompecabezas de palabras, sin evidencias: perdí las fotografías, no se discute la realidad de Tudor)

Tudor ha llegado, solo, sin comitiva ni respaldo para su cuello y sus lumbares. Propicio para la mierda, inepto para la lógica o cualquier devaneo mental del sí o el no. Tudor, porqué no entiendes si esto es real o no; si tu llanto acapara todas las proporciones de mi cuarto; si son dos o tres las horas (pasada la madrugada) en las cuales tu imperio de miedo y mocos cubre el corralito. Me duele la cabeza, me van a reventar los ojos, Tudor inagotable fuente de chillidos, teta. Tudor no duerme, pasan las horas; desesperado Tudor: como ante su madre, una flor azul brota de su frente, la desconocida migaja del sueño. Doce del mediodía, Dios se ha cansado, Tudor no duerme. Veinticuatro horas, Tudor; no hay oscuridad en la casa, su llanto todo lo transforma. Dos mil años de pensamiento y ningún consejo suficiente para calmar sus lágrimas.


***


La abuela corre como loca sumergida en esta atmosfera rancia; los pañales inmolados en la ceremonia del detergente; el jabón no ha surgido espontáneamente, un fin celebra su origen y causa: su finalidad incumbe la dócil textura de sus manos, el potito rosado de Tudor. Al igual que si un dios iracundo e irritado explotara en las aguas, Tudor brinca, gatea, se cae, improvisa técnicas suicidas, se zambulle. No conoce la calma ni la quietud, sus miembros alojan, desesperados, un cortocircuito, una insuperable estrategia para alcanzar los bordes de la tina. La espuma alucinada, la mugre convertida en archipiélago, el rastro nefasto de Tudor sobre las aguas. Los edificios del sueño, la apacible guarida, el descanso bajo las aguas, el azulado pez Tudor.


***


Boca sucia, Tudor. Ejercicio de meditación. Aves navegarán entre la corriente insípida de sopa y manzanas rojas. Crema y mazamorra embisten la infranqueable puerta del destino. La cuchara (instrumento inútil) acusa las tácticas, la doble suavidad de la caída, sobre la ropa, la silla, la cocina entera cubierta de la sustancia almibarada de lo negado. Abre la boca, Tudor, conforma el mundo, hazte uno con la naturaleza incolora del universo. Nada de retórica ni formulismo oratorio, Tudor emprende el lenguaje de la ignominia, el dulce bocado, la aplastante victoria de la baba. No es el destino lo que enfrenta el hambre a su orgulloso encierro, solo la enigmática forma de lo absurdo. Mientras la razón cede espacio a la rigidez del músculo estomacal, la fruta fracasa nuevamente en su florecimiento.


***


Lo más difícil fue la náusea. La apestosa materia en movimiento, el descontrolado hedor, brotaba desde lo desconocido. Sus piernas ejecutaban un equilibrio tortuoso y cada uno de los muchos presentes asistíamos a la inextricable fusión de la naturaleza, la moral, el conocimiento, en una sarcástica parodia: ¿pueden nuestras manos coger la mierda y seguir por el sendero de la idea, exentas de culpa?, ¿puede la idea ingresar al cosmos de los desechos, fluidos, aquello permanentemente marginado de lo humano, y mantener aún su mortecino brillo? La terrible asociación entre lo pastoso del tacto y la ambición del absoluto, Tudor, cochino Tudor.

jueves, 3 de diciembre de 2009

Los ojos de Mabel (cerca de un año antes)


No creo en nada. Mi vida ha ido perdiendo aquel sentido de justicia tan caro a nuestra adolescencia. Todo esto sin duda es un fiasco; solo deseo terminar, lo más pronto posible, mi carrera y largarme. Ese pensamiento puebla mi cabeza. Me libera de cualquier angustia ante lo que pasa en el mundo. Me libera y al mismo tiempo me martiriza. Mi cuerpo no distingue mis deseos, los ejecuta simplemente. Muchas veces mi mente ansía la liberación de la indiferencia; mi cuerpo, menos reservado que esta, fluye en pulsaciones, en estremecimientos, en lágrimas y una miserable angustia surge dentro de mí convertida en saliva agria, en una maldita sensación de náusea: arcadas tras arcadas me encierro en el baño, impotente sin que acuda el grito.
Hoy he conocido a Mabel, no porque antes no la conociera ni porque me fuera desconocida. Desde hace cuatro años nos vemos diariamente. Hemos subido al mismo micro. Hemos viajado durante horas sin apartarnos de la ventana, sin mirarnos siquiera. Nos hemos cruzado innumerables veces en los pasillos de la Facultad y, una que otra vez, un saludo ha recorrido nuestros rostros y manos. Hoy he conocido a Mabel porque sin proponérmelo he encontrado en sus ojos una ausencia de miedo, una alegría infinita en el servicio, que me aniquila. No le he dicho nada. Ella sigue haciendo, como si fuera un milagro, la vida. Yo no me aparto; contemplo el espectáculo de su acción, de su compromiso desinteresado, como si fuera eso la realidad, como si esa fuera la única manera de realizar la vida. He visto en sus ojos la epifanía del amor, la verdadera forma de la ternura.