jueves, 3 de diciembre de 2009

Los ojos de Mabel (cerca de un año antes)


No creo en nada. Mi vida ha ido perdiendo aquel sentido de justicia tan caro a nuestra adolescencia. Todo esto sin duda es un fiasco; solo deseo terminar, lo más pronto posible, mi carrera y largarme. Ese pensamiento puebla mi cabeza. Me libera de cualquier angustia ante lo que pasa en el mundo. Me libera y al mismo tiempo me martiriza. Mi cuerpo no distingue mis deseos, los ejecuta simplemente. Muchas veces mi mente ansía la liberación de la indiferencia; mi cuerpo, menos reservado que esta, fluye en pulsaciones, en estremecimientos, en lágrimas y una miserable angustia surge dentro de mí convertida en saliva agria, en una maldita sensación de náusea: arcadas tras arcadas me encierro en el baño, impotente sin que acuda el grito.
Hoy he conocido a Mabel, no porque antes no la conociera ni porque me fuera desconocida. Desde hace cuatro años nos vemos diariamente. Hemos subido al mismo micro. Hemos viajado durante horas sin apartarnos de la ventana, sin mirarnos siquiera. Nos hemos cruzado innumerables veces en los pasillos de la Facultad y, una que otra vez, un saludo ha recorrido nuestros rostros y manos. Hoy he conocido a Mabel porque sin proponérmelo he encontrado en sus ojos una ausencia de miedo, una alegría infinita en el servicio, que me aniquila. No le he dicho nada. Ella sigue haciendo, como si fuera un milagro, la vida. Yo no me aparto; contemplo el espectáculo de su acción, de su compromiso desinteresado, como si fuera eso la realidad, como si esa fuera la única manera de realizar la vida. He visto en sus ojos la epifanía del amor, la verdadera forma de la ternura.

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