sábado, 22 de octubre de 2011

El vestido


—¿Por qué lo hizo?
—Cuando descubrí su presencia ya era demasiado tarde.
—O sea, ¿te cogió de los brazos, te tapó la boca, te obligó a hacerlo?
—No. Se mantenía en una banca como en suspenso, esperando algo.
—¿Te esperaba a ti?
—No podía esperarme, no sabía quién era yo. Era la primera vez que nos veíamos.
—¿Qué hacías por allí?
—Caminaba, quería ver cómo anochecía, cómo la luz se iba apagando por las calles.
—¿Caminabas y se encontraron de improviso? ¿Salió de repente quizás y te golpeó y después te hizo subir al edificio y después abusó de ti?
—No, no fue así
—¿Cómo fue entonces?
—Me es difícil recordar cómo inició. Acaso extendí mi mano para tocar su mejilla y ese gesto fue suficiente para desencadenarlo todo.
—¿Lo hiciste? ¿Le tocaste la mejilla a alguien que no conocías?
—No, pero me hubiera gustado hacerlo, se veía tan dócil al principio.
—¿Cómo vestías?
—De rojo. Vestía un bellísimo vestido rojo que me llegaba a los talones. Tal vez el vestido provocó lo imposible, ¿no crees? Tal vez mi vestido rojo incitó una furia incontenible de la que ahora me arrepiento. Pude haber escogido otro color. El pardo por ejemplo, que es más inofensivo. O el mora, que me hubiera permitido escapar, porque he de decirte que toda la tela está estampada con pequeños detalles que aluden a la fruta. Es hermoso. La contemplación de esta maravilla es suficiente para calmar cualquier tipo de impulso o inquietud, te lo aseguro. Cada vez que me duele la cabeza o tengo hambre miro ese vestido y después adiós suplicio, adiós hambre, adiós, adiós.
—Eso es absurdo. ¿Dónde tienes el vestido? Puede haber algún rastro o pista, algo que nos permita resolver el caso.
—No lo tengo.
—¿Por qué? ¿Qué hiciste con él?
—Lo quemé.
—¿Quemaste el vestido? ¿Por qué lo hiciste?
—Ya no me gustaba.
—Esto no tiene sentido. ¿Por qué has venido entonces? ¿Para qué molestarte en venir a tocarme la puerta en medio de la noche? Si se trata de una broma, déjame decirte que no me parece graciosa.
—Tenía que contárselo a alguien.
—Cuando abrí la puerta parecías tener atragantado un pedazo de madera en la garganta.
—Lo tenía.
—¿No me dijiste acaso que alguien te había ultrajado?
—Claro, dije eso, así fue.
—¿Entonces por qué quemaste la única prueba?
—El olor.
—¿Qué?
—Lo quemé por el olor.
—¿Por el olor del vestido, el suyo, el tuyo?
—No.
—¿Entonces?
—Era una mezcla de todo. Era como si el vestido ya no fuera el vestido. Como si ya no me perteneciera. Cuando llegué a casa me miré en el espejo y me reconocí. Pero no reconocí el vestido. Me era extraño. Ahí fue que sentí esa fragancia. Me debilitaba. Traía la imagen de mi desnudez, recordé cómo me embestía y yo, yo, y yo, yo y...
—Vale, calma, calma. Entiendo. No dudo de ti, solo que quiero comprenderlo todo para actuar debidamente. Empecemos de nuevo, ¿vale?
—Vale.
—Dime, ¿cómo era?
—No lo recuerdo.
—¿Cómo? ¡No recuerdas que te agredió, no recuerdas que viniste hace media hora con el rostro pálido como si fuera carne muerta, apuñalada! ¿Cómo era? ¿Tenía el cabello rubio?
—No.
—Su piel, ¿de qué color era su piel?
—Brillante.
—¿Brillante? ¿Y sus ojos?
—Plateados.
—¿Plateados? Es imposible. ¿Me lo aseguras?
—No.
—Así no vamos a llegar a ninguna parte. No puedes ocultarme nada. Quiero saberlo todo. ¿Vale?
—Vale.
—¿Cómo era?
—Tenía un vestido rojo.
—¡No, tú tenías un vestido rojo!
—Claro, yo también.
—¿Te burlas de mí?
—No.
—Entonces dime ¿cómo vestía?
—Llevaba un vestido rojo, te he dicho.
—Ya. Empecemos de nuevo. Tú caminabas buscando el atardecer por las calles; llevabas puesto un vestido rojo al igual que tu atacante, ¿cierto?
—Cierto.
—Entonces vestían del mismo modo.
—No.
—¿Cómo que no? ¿No me acabas de decir que llevaban puesto un vestido rojo?
—Claro que lo he dicho, pero definitivamente no era el mismo vestido. El suyo le cubría el cuello como una especie de cafarena y no le llegaba a los talones, aparte no era el mismo rojo. Te he dicho además que el mío era bellísimo, ¿no lo recuerdas? No, definitivamente no era el mismo vestido.
—Correcto. Eran vestidos diferentes. Sigamos entonces: se encontraron, ¿qué sucedió después?
—Sacó de debajo del vestido una botellita llena de un líquido e inmediatamente una larga copa de cristal. Te aseguro que era un cristal muy fino. Sirvió sin premura.
—Tal vez la bebida tenía algo.
—No.
—¿Me lo aseguras?
—Claro.
—¿Por qué?
— No acepté. No cogí la copa que me extendía. No bebí un solo bocado.
—¿Qué pasó después?
—Colocó la copa en el piso.
—¿Y? ¿Qué más hizo? ¿Qué más?
—Se puso de pie y se acercó a mí.
—¿Te golpeó? ¿Te tocó? ¿Dónde te tocó? ¿Cómo lo hizo?
—No me tocó. Solo se acercó. Y sus ojos brillaron llenos de plata. Su mirada quemaba, era como si un cuchillo hiciera surcos en mi corazón. En algún momento nuestra respiración se convirtió en una armonía extraña, el aire me penetraba con furia. No dejaba de pensar que el aire éramos ambas envueltas en el mismo vestido. Cuando me di cuenta girábamos alrededor de la copa llena de ese líquido pardo. Y todo se volvió rojo. Todo. Mi mirada y la suya eran también rojas.
—Ahí fue cuando te llevó para su habitación.
—No, no me llevó.
—¿Qué?
—No me llevó. Yo subí. Recogí su cabello a un lado de su cara. Y miré, busqué, me arrastré hasta encontrar qué era aquello que me obligaba a ir. No me dijo nada. ¡No me dijo nada! Yo subí sin que pronunciara una sola palabra. Yo subí, solo subí.

martes, 18 de octubre de 2011

No fue en vano


Siempre quise ser poeta. A los quince años escribí una carta de amor, en ella (protegido por la insolencia que brinda la ignorancia, y acaso también la adolescencia) me propuse "expresar" lo que en ese tiempo era para mí auténtico y único. El siempre mentiroso refugio de las palabras no buscaba aplacar una adolorida existencia ni incitar el odio ante el abandono de la amada, servía solamente para cumplir el ritual del joven amante inexperto que, con ínfulas de espíritu romántico, adornaba su escuálida experiencia en el amor. No se aprende nada al escribir una carta que nadie leerá ni entenderá. La expresión es siempre turbia. Mi novel corazón no entendía la imposible tarea que se proponía. ¿Acaso una palabra mía que viaja misteriosamente de mi mente a mis labios y que, trémula y casi sin vida, termina adherida al papel es capaz de brindar su causa primera a mi amada? Nunca olvidaré que no solo no leyó mi carta, sino que, además, me la devolvió envuelta en el mismo sobre intacto. No sabía ella que al hacerlo me entregaba una de las mayores expresiones de belleza que alguien me ha dado: la realidad no carece de poesía, solo que no depende de las palabras, ni de los colores, ni del mármol, ni del sonido. Mi carta fue obviada por la simple razón de que ningún papel era suficiente para expresar aquello que separa a dos personas. Ese gesto era más poético y rotundo que toda mi larga seguidilla de oraciones y enunciados. Oh, amada. Mi error fue considerar que las palabras caminan en una sola dirección, de la mente a los labios. Si hubiera sido capaz de percibir que son innumerables las orientaciones y fluctuaciones que adquieren las palabras, que a veces solo basta mencionarlas, sin discreción ni orden para que un aluvión de imágenes y sensaciones surjan intempestivamente. No debí escribirle una carta, mi única carta, debí esperarla a la salida, acercarme y confesarle al oído aquel gruñido o estremecimiento que me provocaba el olor de su cabello o la contemplación de su nuca desnuda. No fui capaz de vivir ese momento de manera profunda. No me lamento de que haya sido así. Todavía cuando observo ese viejo papel donde concluyó, sin casi haber iniciado, mi fugaz obra poética no dejo de vibrar por la suave textura de ese lejano amor.