martes, 18 de enero de 2011

Tiempo sangre


Tengo cierta fascinación por las heridas.

Antes era capaz de soportar el delgado fluir de mi sangre, la piel lastimada, en silencio y entre sombras acaso, eran horas donde lo sólido surgía como una realidad infalible. Si el cuerpo surca el espacio de lo inestable y es al mismo tiempo materia descarada, plural, escarnio de luz, espinas sobre la tierra reseca, dónde guarda su forma original; su naturaleza inconstante me aqueja. Sangrar fue un ejercicio de purificación, cuando el dolor sólo era la parte prescindible de la existencia.

¿Qué ha cambiado?

La sustancia cambia, se transforma, adquiere dimensiones y colores imposibles: incluso mi cuerpo es un laberinto de claridad y plumas escarlatas, raíces monstruosamente retorcidas y el recorrido oscilante brillante de mi sangre
oscura. Cuando estoy ebrio el grito es la única forma que apresa la lenta vacilación de mi vida. Debería gritar cada vez que siento ese hormigueo. Debería hacerlo (la sinceridad no es una de mis virtudes). Hace tiempo que la sangre desea un rumbo distinto al que puedo darle. Siento como si mi sien izquierda entrara en trance, al borde de la explosión, y se estableciera un lazo inevitable e invisible con los muros, las sillas, las flores de plástico de mi mesa. Un solo latido. Una sola realidad la mano y la mesa, la piel, la miel, el aire, el cielo: la sola realidad del tiempo y su veneno disolviéndose fantasma.

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