domingo, 14 de octubre de 2012

Poco antes del invierno

—¿Y quién se acuerda de nosotros? —dijo, Nicole, mientras sus cabellos caían como la lluvia desatada fuera de la cabaña. Súbitamente un relámpago y la noche se estrellaron contra el vidrio opaco de la ventana. Jean Paul se estremeció; la noche crecía dentro él. La luz de los relámpagos solo le revelaba el rostro furibundo de su esposa. El verdadero poder de la tormenta azotaba su cabeza contra los endebles muros de la cabaña. La tormenta podía fulminarlos como si fueran hormigas. Habían pasado más de doce horas, desde que salieron muy temprano en busca de su automóvil, y ellos, encogidos, hacían lo posible por mantenerse calientes. La cabaña era un conjunto de retazos de maderas maltrechas, apenas unidas por una capa de pegamento y unas cuantos clavos. Cuando la hallaron, hacía rato que habían perdido la esperanza. Y ella caminaba deprisa, adelantando el paso, buscando dónde dormir cubierta, y no debajo de ese cielo oscuro, y acaso desconocido. 

¿Quién la habrá ocupado? —pensó, con el estómago dándole vueltas y la sensación de hundirse en un espeso olor a pescado. Era casi de noche, Jean Paul sostenía la mano derecha de Nicole y hacía lo imposible por no recodar, por evitar los ojos turbios e incriminadores de su esposa. Cuando encontró el coche deshecho, sin el motor ni las ruedas, se dio cuenta de que todo el viaje había sido en vano. El chasis desmantelado e inútil, la persecución y la noche y los cristales azotados, que parecían a punto de estallar. 

El trayecto los había dejado agotados. Es inútil cualquier tipo de búsqueda, le habían dicho en casa. Se negó a darse por vencido. Es imposible cruzar el río: si alguien se ha robado el coche, no podrá ir más lejos, tarde o temprano, tendrá que abandonar el vehículo; aun cuando intente desarmarlo, le tomará mucho tiempo. ¿Un solo hombre cargando las piezas de un automóvil?, tendrá que escoger y escogerá escapar cuanto antes. Sólo es cuestión de tiempo, caminar y encontrar algo, siquiera la hojalata, la carrocería, siquiera para ver una parte de aquella bella máquina que, en algún momento de la vida, materializó todos sus sueños. Lo único que hacía falta era un poco de persistencia y mucho coraje, mucho empuje como decía papá. No me daré por vencido, pensó orgulloso de sí mismo, sorprendido ante el ardor de su frente y sus mejillas. Nicole no lo aplaudió, se contentó con mirarlo de pies a cabeza, incrédula y negativa. Buscaba su mirada, se prendía de sus ojos, mírame le decía con su pensamiento, mírame, y una aguja se depositaba en su cerebro y le hacía rechinar las costillas, pero su esposa permanecía inmutable ajena a él y a su valentía. Cuando parecía que todo había acabado, Nicole le dijo:

—Tengo que volver antes de que empiece mi novela.¡Será esto posible! !Habrá infamia mayor que esta, señor mío!

Los ojos de Nicole viajaban a una dimensión a donde él no pertenecía. Encerrada en un conjuro iniciado por los terribles relámpagos que deshacían la noche. No entendía, eso era todo. No era capaz de percibir la altura de sus actos. Era una pena, sin duda. Apenas amainaran los ruidos y la lluvia se desvaneciera, emprendería su persecución. Sí, porque de eso se trataba: él perseguía, iba a recuperar algo que le pertenecía, y realizaba un acto justo. No eran palabras mayores, no. La justicia estaba de su parte. Aunque, de otro lado, se imponía en el palpitar de las ideas que circulaban su mente la nítida percepción de que estaba cometiendo un error: h
abía sido una locura salir en busca del vehículo. 

La larga caminata había enturbiado cada una de las palabras que se dirigían,  a cada mínimo contacto se iban aproximando al territorio de lo insoportable. El sol caía sobre ellos y el arrepentimiento no era suficiente; Jean Paul yacía sobre el piso cubierto con su casaca e, incapaz de brindar amor a nadie, forzaba su garganta, buscando el chillido, el aullido, el maullido, el llanto. Todo sonido es válido si es capaz de prolongarse en el aire y confundirla, pensó.   

—Acá la nieve no existe. No cae nieve ni nada. Acá sólo el agua, a las justas el agua. —Se tocó el hombro como si buscara una herida o una marca desconocida para sí mismo, como si de repente su piel se rajara y un ojo revelado surgiera de improviso, aterrador y frío, real y cubierto de espuma. 


Cuando empezó a nevar, ninguno de los dos pudo creerlo. Ella porque la nieve poseía un blanco distinto, un color que arañaba sus ojos y lo cubría todo. Era más de lo que podía soportar. Él porque se daba cuenta de que continuar la búsqueda era prácticamente un suicidio. La nieve. La nieve depositada y extendida por todo el camino.

—¿Hasta cuándo nos quedaremos aquí? —dijo Nicole. En medio de la oscuridad su voz era lo único que habitaba realmente la cabaña; ella permanecía desvanecida, intermitente con cada chispazo de luz que ingresaba por la ventana. La nieve fue cubriéndolo todo. Y la claridad de la mañana vino a poseer todo el paisaje. En ese momento los ojos de su mujer eran el punto donde se tocan el cielo y la luz. El blanco de la nieve iluminaba su rostro. Era un espectro luminoso, un rostro difuso cuyos márgenes aparecían borroneados ante cada nuevo resplandor. Cuando la luz fue asentándose en la habitación lo descubrieron. Totalmente extraño a los dos, un hombre dormía a su costado. El tipo estaba cubierto con una manta azul y, apretándose sobre sí mismo, intentaba superar el frío por medio del sueño. Nicole buscó los ojos de su esposo. No tuvo que buscar mucho: él había hecho lo mismo. Ambos quedaron consternados. Cómo, quién, en qué momento. Desde cuándo. El hombre se mantenía quieto, pero todavía respiraba. Tal vez estuvo con ellos desde que entraron. Tal vez era su cabaña y ellos eran los huéspedes, los extraños. Nicole, temblando, colocó su mano sobre el cuerpo correcto del hombre. Ni bien lo tocó, fue como si hubiera dado una orden: el tipo se incorporó de inmediato, la miró a los ojos y, casi como maldiciéndola, dijo. 

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