viernes, 26 de noviembre de 2010

(Qué cursi)


No es amor, estoy seguro.

¿Cuántas veces tengo que repetirlo para que sea real?

El peso de una palabra convierte las cosas, las transforma, las vuelve verdaderas.

Una vez, cuando era pequeño, me perdí en un bosque. Todo era desconocido en ese viaje extraordinario. No recuerdo cómo llegué allí. No recuerdo ni siquiera el bosque. Pudo ser incluso solo una imagen de tiza, en algún oscuro muro de mi ciudad, que por una extraña razón terminó fija en mí, impresa en mi piel como las marcas que dejan la lluvia sobre la arena del desierto

que solo recuerdo porque sí. Sin embargo, estuve ahí. Contemplé aquellos árboles y sus sombras vacilantes. Recuerdo aún el viento y el sonido del agua, su cuerpo en desplazamiento. No pensé. Me quedé sentado, sin ganas de que me encontraran. No lloré. No supliqué. Mientras estuve perdido, no encontré ninguna palabra. Todo fue silencio y reconciliación. Nadie puede imaginar las palabras de un niño arrepentido de su existencia. Quise ser como esos árboles, como esa agua que se extendía, sin conocer principio ni final. Quise estar en todas partes, ser el agua, la flor y el ave al mismo tiempo. Quiero ser dios, quiero ser dios, repetí y también repetí. Deseando que Dios fuera esa palabra, que decir dios fuera lo mismo que invocarlo, que traerlo a esta realidad finita y triste y lamentable. Si repites un nombre, una frase, con insistencia se convierte en realidad creí en ese momento, a mis siete años, cuando no me daba cuenta de que, efectivamente, dios era ese río, esa flor y esa ave, y que decirlo era alejarse de él.

Ya no quiero repetirlo: un reino de paz necesito.

Agonizo y soy ahora una mancha de café sobre una tela luminosa, el vaivén de una hoja que cae desde hace horas. Miro las estrellas, aunque sé que es inútil; me parece que el cielo guarda un secreto, un orden siniestro, el orden que organiza mi cuerpo, que hace que mis manos y mis venas estén ahí y sean mis manos y mis venas.

Me miro las manos: son duras y toscas.

Una vez una mujer me contó que había tocado las manos de un artista, me dijo que eran suaves, tersas, dóciles, sutiles para el amor. Sentí vergüenza. No puedo ser sino un animal enjaulado. Mis manos no pueden ser sino duras, no fuertes, duras —también lamentables— como dios o el viento, como las ganas de llorar esa noche, perdido en el bosque, cuando recordé que el frío y la nieve nunca pudieron atravesar el abrazo de mi abuela y que mi abuela no estaba, que el agua que corría no me podía decir más que el vapor del agua calienta

pan crocante y tierno y tibio, hecho de amor y harina,

que las flores no solo forman parte del paisaje sino también habitan en nuestra sangre y en cada una de las partes de nuestro cuerpo. Cuando el silencio ya no basta, cuando es necesario volver al ruido, porque el ruido es también una divinidad que se prolonga en las palabras de los hombres, preferí a mi abuela, y abandoné a dios.

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