jueves, 3 de mayo de 2012

Amenazado por el fuego (Ejercicio 1)

Adoro el fuego. 

Lo vulnera todo en una fiebre de destrucción y pureza. 

Anoche mientras viajaba en el cuerpo tibio de mi amada, mientras tocaba una a una las estrellas, sentí el feble estremecimiento de lo ausente. No era su cuerpo, todo llamas, todo tormenta, sino una partícula ensangrentada que, casi imperceptible, flotaba sobre la luz; era el corazón invisible del aire, que palpitaba en la noche. 

Mi cuarto no tiene puertas ni ventanas. 

Hay un animal amarrado en el centro de mi habitación, cuelga de su pata izquierda, ansía el movimiento de lo imperecedero, pero se mantiene siempre agonizante sobre el techo. Yo sé, estoy seguro, que camina sobre el aire, que su sangre se expande por la noche y marca las puertas de las iglesias y de las cocinas donde la carne expele su aroma mortecino. 

El animal derrama su saliva luminosa. Arde. Su vientre se hincha y veo con estupor cómo una esfera brillante trasluce tras su piel. El animal se tuerce, como una manera de corregir el inesperado sendero de la luz; la esfera se insinúa en su boca y, cubierta de un líquido púrpura, desciende lentamente, sostenido por hilos invisibles y letales. Me postro y elevo las manos. Palpo la discreta coraza que cubre sus bordes. Es el fuego. Mi habitación en llamas grita y grito. 

Me aferro a los cabellos de mi amada, mientras un torbellino de fuego consume mis nervios y, trémulo, el sudor se deposita en mis ojos. Todo ha terminado para mí. El fuego viene a cerrar mi tiempo. El brillo del animal lo anticipa todo. Abro los ojos, solo la luz, solo su cuerpo que, atrapado en el abierto balanceo del reloj, se mantiene ahí imperturbable.     

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