lunes, 14 de mayo de 2012

La resistencia

Cada noche un mismo sueño se apiada de mi espíritu: un hombre camina hacia un lago donde encontrará la imagen terrible de sí mismo. El sujeto sin faz coloca una a una sus pisadas sobre el suelo desnudo. Se aproxima con lentitud, ofrece la sombra que lo cubre al resplandor del lago. Primero, la imagen aparece dañada por la imperfección del sueño; luego, tras el caos, surge de ese enmarañamiento de colores y sonidos y palpitaciones la prístina claridad de lo desconocido. Una sustancia similar al barro o al petróleo, de una densidad y un espesor incómodos, satura la percepción del que sueña y del soñado. Esa imagen, me digo al despertar, es y ha sido mi propio laberinto, la encrucijada donde me cifro y me explico yo mismo. Si no hubiera nacido lastimado, ¿quién o qué hubiera sido? Soy el resultado de una herida. Yo soy lo que ha nacido de la brecha de esa desgarradura. Pero si esa marca no hubiera existido, no podría explicar mi búsqueda insaciable de absoluto, mi “esclarecida” moralidad ni tampoco mi dureza de corazón. Acaso, si he sobrevivido, ¿no ha sido a causa de esa abolladura en mi alma que soy quien soy? No me avergüenzo de mi actualidad ni de mi presente. No me avergüenzo. El daño ha producido un movimiento: yo soy ese movimiento. Eso no es bueno. Tampoco malo. Que el dolor produzca naturalezas indoloras; que el fuego, una piel impenetrable; que la oscuridad, una incesante mirada no debe extrañarme ni causarme admiración: no es más que el orden natural de las cosas. La sucesión inexorable del tiempo. Acá no se trata de relativizarlo todo. De anunciar una época en la cual el bien y el mal solo sean la desdichada consecuencia de su ubicación en el tiempo y en el espacio. Esa no es la intención de mi escritura. De lo que se trata es de observar la naturaleza mítica de los valores y de su percepción. No creo que haya otro sentido sino este: en vista de que la decadencia es la conclusión inexorable de todo cuerpo y realidad, el mal no es sino el resplandor magullado del bien, su propio reflejo sobre las aguas turbias del tiempo. Es como si en el intentó de cultivar una delicada cadena de flores, el jardinero hubiera olvidado la punzante realidad de las espinas, las agujas de toda belleza, la máscara ensangrentada de un dios demente y piadoso.      

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