Borges buscaba una prosa perfecta. Una prosa que dijera lo exacto, en donde la precisión se superpusiera a todo. Sin salida, sin retorno; una prosa que acabara en sí misma, siendo solo ella el espectáculo: una luz que terminara en círculo. Por eso le resultaba tan difícil soportar los ademanes exagerados, la incandescencia y el hálito febril de Cervantes. Por eso puso a Quevedo antes que al Manco. Esa prosa en la que solo la precisión impera es un suicidio. Una forma de esconderse. Una manera elegante de protegernos ante todos y ante nosotros mismos. Uno se mira en el espejo y no ve nada. Un desconocido limpia los vidrios diariamente con su aliento.
