
Hoy sentí la muerte. No es algo extraño para mí. A veces surge, de manera repentina. No me asusta, solo siento, solo me digo "tengo que morir, ahora mismo". No es una sensación de peligro. Es una suerte de raro trabalenguas que solo yo escucho, pero que no puedo interpretar; es un lenguaje raro para mí mismo. Siempre le he tenido miedo a la muerte. Una vez, cuando era niño, caminaba con mi madre por una calle llena de avisos, no luminosos, sino pobres avisos, flacos e infaustos, pura pintura, brocha y brocha. Recuerdo un sonido que me separó de mi madre, y nos envió a lugares distintos. Ella observaba fría. Un carro había chocado contra un poste. La parte delantera estaba hecha trizas. Madre miraba. Creo que sintió la impotencia de no poder hacer nada. De mirar, solamente mirar. Yo quería disculparla, perdonarle esa incapacidad que sentía. No era su culpa. Alguien se acercó a los fierros retorcidos: un cuerpo de sangre, ahora liberado, en sus brazos oscilando. ¿Qué pensó ella? Alguna vez, me dije, le salvaré la vida a alguien. Madre no creía, no miraba. Una lágrima suya rehuía mi mirada.
Me siento al frente de mi aula. Tengo la mala costumbre de saludar a las personas, es como una especie de reflejo que me condena a hacer algo que no quiero hacer. Voy a salvarlas me digo. Pero uno a uno pasan los cuerpos indolentes de mis compañeros y desconocidos, y la vida se apaga en mí. Salvar es vivir, lo cual requiere algún tipo de dedicación o arte. Vivir para alguien o para algo me da lo mismo. El cigarrillo se consume plácidamente; aspiro y extraigo la muerte, el humo brillante, la naturaleza incorruptible del mal. No tengo donde colocar las cenizas. Las lanzo hacia el pasadizo, cuando descubro que mi madre ha acertado.
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