lunes, 5 de enero de 2009

Al cuadrado

A veces me sorprendo. Todo hombre siente en algún momento de su vida esa extraña seguridad que le obliga a decir “soy un genio”. Y después una indescriptible certeza lo invade y efectivamente afirma “sí, soy un genio”. Nadie sabe si es verdadero ese momento o solo una ingenua colocación de fichas y de fechas. Tal vez sea un puro egotismo, un iluso velo de mentiras y omisiones. Qué más da. Supongo que si digo soy un genio algo de verdad hay en esa frase; pero esta verdad no está exenta de engaño. Creo que la estupidez habitual en la que nos encontramos (esa estupidez que nos hace confundir un vaso con una pecera o una manguera con un rifle) no es, si se piensa bien, más que esa otra manera de ser geniales que tienen los hombres. ¿Acaso no es asombroso cuando ante el peligro nuestra piel se eriza, nuestros músculos se ajustan y un aire bestial nos ilumina y nos prepara para la lucha, la victoria, la rendición o la muerte? Cuán genial es eso. Cuán genial cuando mi abuela coge su cuchara y, de manera sorprendente, come su sopa. Cuando eso ocurre no sé si besar a mi abuela o simplemente someterme a esa infalible cuchara, a ese plato deslumbrante, a esa sopa celeste. No sé si sentirme feliz ante el descubrimiento de la genialidad innata del hombre o doblemente estúpido, por mi abuela y por la humanidad entera.

No hay comentarios: