martes, 5 de mayo de 2009

De los sueños


I

Fue mi abuela quien me inició en esto de los sueños. Yo la escuchaba todas las tardes cuando ella descifraba uno a uno lo que mis tíos, mi madre y mis hermanas le decían. Había algo de fe pegado en sus rostros, también algo de ansiedad e incertidumbre. ¿Qué podía significar que el arma estuviera en sus manos, que el monstruo fuera finalmente ellos mismos o que el agua limpia y el sonido de las monedas se transmutaran en gripe? Yo escuchaba y no entendía (y no entiendo) cuál era la relación que existía entre uno y otro. El sistema, las conexiones, eran cada vez más descabelladas y mientras crecía la desconfianza se acentuaba más y más. No duré mucho tiempo; en un par de años me volví un creyente y junto con los otros oficiabamos esas tardes en las que la abuela se sentaba y cada uno se sentaba y nuestras preguntas eran contestadas. Poco a poco fui aprendiendo el raro arte de no saber y decir lo que pasaba. Mi abuela sonreía cuando miraba a su nieto casi demente porque decía y afirmaba con mucha coherencia que el color marrón vinculado con la sangre era, efectivamente, un buen sueño, relacionado (era obvio) con la riqueza, un trabajo seguramente, un golpe de suerte, tal vez. Y no hay preocupación. Los vecinos comenzarón a llegar poco a poco. Y dentro de un tiempo la casa paraba repleta por las tardes. Eran mis palabras y las de mi abuela y el oficio cínico de la sonrisa, el movimiento de las manos y la cabellera como un río; el tiempo que pasaba y los ojos de todos los fieles creyendo lo increíble, haciendo del mundo un solo gran libro en el que la vida y la muerte solo eran dos animales amarrados que tiraban en direcciones opuestas.

II

El aprendizaje fue largo.
Aprendí que el miedo no está nunca. Es un flujo invisible, constante, que ordena el mundo de una manera caótica e inestable (a veces, incluso, demasiado bella). Lo peor se daba cuando no quería que termine; cuando la duración se prolongaba lo suficiente para desconfiar de mi cuerpo, de mis manos y mi piel, de mis labios y mis ojos. A veces tocaba algo que no era y me envolvía y finamente pegado mi pecho a su sustancia: era y no era: el lugar en donde cada uno pierde el nombre. Cuántas cosas gané en cada uno de esos viajes. Pero también cuantas perdí. Uno no pierde algo que no ha ganado. El don o el regalo no se pierde, se desgasta, se fractura, se rompe; solo se pierde realmente aquello que se obtiene por un movimiento que va de la mano al vientre, del corazón a las uñas. No era suficiente, aún faltaba lo peor. Un dolor más sutil y tal vez por eso más verdadero.

III

Me encontraba escaleras abajo. Llevaba a Liz en mi espalda. Y solo tenía un par de tiros en el arma. Liz no pesaba nada. Le hablaba, no me contestaba, pero sabía que estaba viva. Sentía aún su pecho incharse bondadoso con la vida. No existe abajo me dijo alguien desde algún sitio. No hice caso. En la puerta una señora llena de plumas y hojas verdes y moradas esperaba. Me pidió mi arma. La tocó, la olió, la lamió. Me la entregó. Era un metal incandescente que me hería las manos pero no provocaba mayor sorpresa en mí. Liz dijo algo. Sonó como agua o hambre o herida. No sé. Cruzamos la puerta. Toda la gente se apilaba a un lado de la barra y en las mesas. Muchas mujeres bailaban en el centro del local. Un ritmo para mí desconocido y perdido en el tiempo, un movimiento en el que sus cuerpos se elevaban y volvían al suelo. Llegué al centro y tiré encima de una mesa el cuerpo inválido de Liz. Alguien puede ayudarme dije. Todos miraban con extrañeza. Un mujer que traía y llevaba jarras de cerveza se detuvo un rato; una risita sonó en toda la sala. El sonido fue recuperado y cada uno volvió a lo que hacía anteriormente. Alguien me puede ayudar, dije con más fuerza. Pero ahora el ruido era insoportable. Una tormenta negra de arena y sal enterraba mis manos y mi voz. Cogí el arma, apunté a la cabeza de Liz, despierta, dije. Cuenta hasta tres me dijo un sujeto al otro lado de la sala. Y luego aplaude sentenció la tipa de las cervezas. Quiero que pidas un deseo y esa voz no supe de donde vino. Me quedé quieto y todo se detuvo. Hace frío en el invierno y calor en el verano, no?, me dijo Liz mientras trataba de cubrirse con mi casaca y la nieve nos llegaba a la cintura. Oye y si nos quedamos quietos hasta que todo pase? Es lo mejor le dije y ella empezó a reír.

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