viernes, 7 de agosto de 2009

Calles de Santiago


I
Las calles de Santiago de Chile parecen muertas. No porque nadie transite por ellas. Tampoco porque la niebla lo cubra todo y la gente vague con la certeza de que se encuentra completamente sola. Sus calles encubren un secreto, algo que atemoriza al extranjero. Es como si Santiago estuviera a punto de estallar. Como si esa explosión fuera inminente, segura. Como si desde hace mucho tiempo estuviera destinada a ese final. Si después de la ciudad solo queda un polvo gris que lo cubre todo; si después solo encontramos ruinas y trozos de cemento y papel mojado sobre el piso; no debemos alarmarnos. Me gustarìa saber qué esconde Santiago. Porqué no me muestra aquello que sonroja sus paredes. Caminar por sus calles causa sopor ciertamente, un sopor que se contradice con el frío nefasto que deambula. Me alivia el recuerdo, la nostalgia de mi ciudad. Es inútil, el recuerdo inconsistente, el recuerdo incapaz de sostenerse frente a la evidencia, no vale nada. Una vez más el trauma nacional: ¿de dónde soy? De ningún sitio. ¿A dónde pertenezco? A ningún lado. A quién amo? A mi abuela y solamente a ella. ¿Quién es mi abuela? Todas las mujeres que conozco y que conoceré. ¿La ciudad en femenino? La lluvia se apodera de la avenida y no tengo un maldito paraguas.

II
En Santiago todo es ordenado. La basura en el tacho es un golpe bajo para nuestra conciencia nacional. Es por higiene. No la higiene de las calles de Santiago, sino la de mi conciencia que busca esa certeza metafísica para sentirse a gusto. Me agrada que los carros no intenten atropellarme. Que la gente respete la fila y que cada cinco cuadras haya un puesto de los Carabineros de Chile. Me gusta que la gente salude amablemente y diga "buenos días, dama o caballero". Pero tanta belleza con el tiempo llega a ser un simulacro de la vida. Cuando las formas vencen convierten los huesos en incienso. Aun así el simulacro se impone al caótico movimiento de Lima. El extraño termina por someterse a esa belleza plástica y aséptica que todo lo rodea. La seguridad que esta le brinda no tiene ningún equivalente. Las ocho horas de trabajo y las horas extras existen como tales y no son una frase bonita en letras diminutas, en los últimos dos milímetros de la página. No es raro escuchar en las conversaciones entre peruanos el único argumento consistente y verosímil y subsistente que les queda. Con una rara rabia vindicativa afirman: "Es cierto, pero la comida peruana es más rica".


III

La guerra perdida no es el problema, sino el "culpable". Con más de tres cervezas en la mesa el tema ronda por los alrededores. Más cerveza y todo iniciará una vez más. ¿Cuál es el motivo para que un hecho del que no recordamos nada se convierta en, por lo menos, una suspicacia? ¿La memoria temática se convierte acaso en el sustrato de lo común? Es decir, la búsqueda de la comunidad imaginada se inaugura, en nuestro caso, en la conciencia de una derrota común. Pero la derrota como un acontecimiento compartido no es más que una pieza. Lo que realmente nos convierte en perdedores es la existencia del vencedor. El culpable de nuestra desgracia. ¿Acaso cada vituperación, cada lisura, es una muestra de nuestro lacerado y paupérrimo "nacionalismo", su larga agonía? ¿Es acaso el intento escaso de fundar algo? La existencia de una estrategia como esa no sería más que una prueba de nuestro fracaso como nación. Lo repito una vez más: el Perú es una invención sin rumbo fijo.

IV

Calles inesperadas muchas veces. Calles envenenadas de tristeza y relojes. Santiago se parece mucho a Lima. Ciudad de disonancias y contradicciones. El tiempo sobrevive en ella; sus construcciones conversan, cuchichean, se asombran, expelen chismes y deseos. Se parece a Lima, pero nadie lo sabe. Santiago está al borde. Siempre te miente. Su encanto radica en su capacidad de replicar el dolor en las caras incoloras de sus habitantes. Caminar es escurrirse entre la muchedumbre preocupada por el horario o las últimas limitaciones de la moda. Caminar es convertirte en el obstáculo de ti mismo mientras buscas. Santiago se parece a Lima porque difícilmente se evita la pregunta del rostro frente al rostro, de la mano sucia y la miseria en la misma puerta de un magnífico edificio. El mundo no es bonito, no lo es. La suficiencia con la que nos construimos es una más de las trampas de la siempre inútil esperanza. El mundo como ejecución (en sus dos sentidos): Santiago es un espejo luminoso cuyo borde se escuentra ensangrentado.

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