lunes, 5 de octubre de 2009

El tacón de Aquiles, conversaciones con la señora Maricuchita


Cada vez que acudo a una oficina o cuando pago el pasaje en el carro no puedo evitar el sudor en mi frente, mis manos frondosas de calor, mi cabeza entera cubierta de un humo espeso y todo yo me lleno de astillas y espinas extrañas. Nadie se da cuenta, todos pasan distraídos. Solo cuando alguien me roza y siente que una pequeña herida se abre en su frente o en algún recóndito lugar oculto tras sus telas, voltea y no encuentra nada, prosigue hasta conseguir un admirable asiento. Mi piel se pone rígida y el aire, el corazón, se continúan en una espiral interminable. Todo termina al poco rato. Pienso, pienso, ¿cuál es la razón? ¿A qué se debe ese involuntario impulso? Nadie sabe lo difícil que me resulta iniciar una conversación. Mi vida social se ampara en un engaño, en una mentira cotidiana de anzuelos y de guiños. Soy un mentiroso. Por eso la obsesión con la verdad, su inexplicable búsqueda. Cojo el agua fresca, maravillosa, atino aún a recordar sus palabras. “Un inútil, ciertamente”. Eso no es lo peor. Lo peor es que siempre sudo. Escucho sus palabras. Siempre miento.
Leo, encerrado en mi habitación todo tiene sentido. Los libros están donde deben estar y un prodigioso orden lo sostiene todo. Puedo quedarme tranquilo. Pero al cruzar esa puerta todo adquiere una densidad incómoda. De nuevo las preocupaciones me asaltan. Es difícil, un inútil, ciertamente. Es simple: solo se tiene que poner la moneda en la mano. Lo importante es la justicia, el equilibrio entre los intereses. Hay que evitar la humillación, el ponerse rojo, el serpentear, el que te crezcan ramas y unas avecillas de color moteado aniden entre tus ojos. Estoy en el paradero. Esta vez no voy a pagar. Cada uno escoge su camino, ciertamente. Ser un inútil para la vida no significa estar eliminado de su juego, me digo. Sé que eso es mentira. No pienso pagar, no voy a pagar. Esa será mi venganza, mi manera de sellar la puerta del cuarto y de corresponder en este mundo el orden de ese otro mundo, el de mis libros. Aviso, levanto la mano y no es el carro el que asiente a mi señal, sino una garúa agonizante, apenas perceptible al tacto. Espero para cumplir mi cometido; será mi venganza, me digo. Eso también es mentira.

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