miércoles, 10 de junio de 2009

...como hormiguitas...



El mundo posee una rara belleza, un aire a inacabable lo cubre todo. Eso no es cierto; lo que le brinda al mundo esa ridícula sensación de permanencia no es más que aquello que lo fulmina. El tiempo reinicia a cada instante, es un asesino implacable que pone el pie sobre el cuello y el arma en la nuca. No tiene piedad. El mundo, a la larga, se convierte en el obstáculo de sí mismo, en el espejo que refleja a un cadáver. No existe ninguna identidad en él. Encontrar al mundo es siempre encontrar aquello que no es, lo que fue. Siempre estamos un paso atrás. ¿Qué perseguimos? Una sombra inacabable, alimentada de sí misma, el reino de lo ido y de la ausencia.
Cortázar dedicó toda su vida a superar esta ausencia. Usó el lenguaje para superar al lenguaje. Uso el lenguaje para superar ese abismo entre lo que siento y lo que es. El tiempo no se acaba y las palabras se extienden e intentan alcanzarlo y cuando están a punto de (o por lo menos eso creen) explotan en millones de estrellas que se apagan poco a poco. Cortázar buscaba un tiempo detenido. Un tiempo en el que la palabra contuviera aquel secreto de la vida, el misterio que encierra ese lazo mortal que une el día y la noche. ¿Pero qué es el tiempo detenido sino la belleza misma? Encontró que el punto en el que se unen la obra de arte y lo bello no es otro que su incontable fracaso. Que toda obra de arte no cuenta sino una derrota; que en formas distintas se cuenta la misma historia. No existe un tiempo detenido. Aún cuando luego creyó encontrar en los niños ese tiempo, eso no era más que un error. Los niños le ofrecieron un tiempo iniciado, no uno detenido.
En los niños, en sus ojos y en sus manos algo empieza, algo inexplicable. Ese tiempo iniciado, de sorpresa y de felicidad; era como si el mundo se rehaciera. Y tal vez esa torpeza en sus palabras delate su verdadero secreto: la ausencia de cualquier lenguaje que no empiece en la caricia, en la sonrisa y en el gesto. La completa incredulidad en cualquier lenguaje que no inicie en el cuerpo mismo. Y todo de este modo se concentra en un círculo perfecto, en un flujo constante e infinito. El cuerpo que regresa a sí mismo para darse al mundo, para rehacerlo. No se termina, está eternamente ahí. Ahora me miro tirado en la bañera e intento encontrar ese primer cuerpo limpio y no encuentro sino palabras y moldes pegados a mis piernas y mi pecho. ¿Es esto mi naturaleza? ¿Por qué esa primera historia no puede ser la mía? ¿Es esto la pérdida del paraíso? He salido a caminar y me he encontrado con una multitud de niños que viajaban, en un retorno a ninguna parte. Todos de las manos. Sedientos de algo, unidos, tal vez, por una fe de la que soy extraño. No se niegan a nadie. Son el espacio que une y separa mi vida del mundo. En este momento son cualquier elemento. Son el aire que remueve mis cabellos o el fuego en la cocina de madre. No tienen forma y no se dirigen a ninguna parte. Son el tiempo, la alegría, el inicio y el fin del mundo. Siguen caminando, de la mano por siempre. Ahí, siendo tiempo sin saber, iniciando mi vida y el mundo, una vez más.

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