jueves, 18 de junio de 2009

Outsider


¿Que es lo que más nos duele al separarnos de una persona? Las cosas que la rodearon. Los lugares en donde estuvo. Las cosas que hizo. El mundo se vuelve insoportablemente impertinente. Es la lamentable evidencia de un suceso. ¿Acaso no escuchas sus pasos en la escalera solitaria? ¿Acaso cuando te acuestas no sientes ese otro peso al lado de tu cama? Es la única y última prueba de que antes no estuvimos solos. ¿Qué puedo pensar de la flor que cogió entre sus manos? ¿De la lluvia que mojaba su pelo? ¿Hay acaso algo en el universo que no tenga ya su nombre, su color y su aroma? El mundo es una persistencia y ella también. Ahora que miro las paredes de mi cuarto, entre el lomo de mis libros y las cascaras de naranja, qué puedo decir. Acaso estas cosas que llamo mías no sean también una extensión más de su existencia. ¿Acaso yo mismo no viva una vida que se respira desde su cuerpo? ¿El agua con la que se lavaba las manos no es la misma que bebo diariamente? Y si toco el borde de un jarrón, alguna fruta o un cuaderno cualquiera no es acaso el mismo objeto largamente detestado? El mundo se reduce porque cada fibra es una prolongación de mi memoria, un callejón que termina en asfixia.


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