jueves, 3 de septiembre de 2009

Al borde

A veces me levanto con la plena seguridad de que por fin he encontrado el sentido de mi vida. Esa orientación que me indica hacia dónde tengo que ir, qué libros leer, qué películas ver, cuándo callar. Así puedo estar un día, una semana, tal vez un mes. Durante ese tiempo, trabajo incansablemente, feliz, dispuesto a todo, de nuevo feliz, discreto, seguro. Después salgo a caminar bajo la lluvia o me tomo un café envuelto en mi colcha preferida y así existo de manera saludable. Sé que esa felicidad jamás será interminable. Al poco tiempo un sonido en mi ventana, una puerta que se abre, el sabor de la lluvia; surgen las dudas, cojo todo lo que he escrito, arrojo los libros que he leído y hago lo posible por desaparecer todo aquello que me recuerde esa falsa ilusión de certeza. Es un milagro que no haya muerto en una de esas acometidas. Mi vida sigue envuelta en ese círculo de ciclos y de ciclos.
Hasta ayer consideré la verdad como la razón de mi existencia. En la noche mientras conversaba, con una cerveza a mi lado, no evité que la belleza usurpara un lugar en nuestra mesa. Hoy, despierto y azul de rabia, he iniciado el ciclo una vez más; harto de lo que he perdido. Mi casa vuelve a esa oscuridad en la que mi madre me busca y yo la busco a ella. En donde tenemos que caminar de puntitas para que la muerte no nos sorprenda. Escuchamos nuestras voces y continuamos el susurro por horas y horas. Mi casa vuelve a ese sueño que cada cierto tiempo la encierra. Sus latidos son los míos, los de mi madre, los de todo aquel que haya pisado mi casa. Otra vez, existo porque sí; sin ninguna razón, sin ninguna causa. Fatigado, me tumbo donde puedo. Escucho cómo el agua termina y asiento a todo lo escuchado. Otra vez el sueño es una fiesta.

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